Alfredo Semprún
La República que el PSOE hizo imposible
MADRID- La II República española llegó mientras León Trotski escribía su monumental «Historia de la Revolución Rusa». Y su diagnóstico fue arriesgado: la burguesía sería incapaz de hacerse con el poder y acabaría por entregarlo a la revolución bolchevique. No ocurrió así, pero anduvo muy cerca. La República, nacida de manera anómala, tras unas elecciones municipales en las que no se llegaron a escrutar y a contar todos los votos, se malogró muy pronto. Y en ese fracaso tuvo una enorme responsabilidad el Partido Socialista Obrero Español.
Tras la Guerra Civil, Julián Besteiro, encarcelado en Madrid y a merced de los tribunales militares franquistas, señaló a los responsables de la gran tragedia: «Estamos derrotados por nuestras culpas, aunque hacer mías esas culpas no deje de ser retórica. Estamos derrotados nacionalmente por habernos dejado arrastrar a la línea bolchevique, que es la aberración más grande que han conocido, quizás, los siglos». Eran tiempos de lamentaciones y arrepentimientos para la izquierda socialista española, pero no se le pueden atribuir a las palabras de Besteiro, un hombre decente, asomo de oportunismo. En 1933, con el PSOE en la cresta de la ola, fue insultado por las juventudes de su partido cuando, en un mitin, les advirtió de que la introducción de un régimen socialista en España a través de la dictadura y la violencia bolchevique desembocaría, simplemente, en un baño de sangre; «en la República más sanguinaria que ha conocido la historia contemporánea». No le hicieron caso.
Si aceptamos un convencionalismo poco exacto, el PSOE de aquellos años estaba dividido en tres tendencias o sensibilidades, de derecha a izquierda: la de Julián Besteiro, la de Indalecio Prieto y la de Largo Caballero. Pero más allá de las matizaciones ideológicas, los socialistas españoles mantuvieron una actitud equívoca con la República. Nunca estuvo clara su lealtad al nuevo régimen, a un sistema parlamentario democrático que admitiera bajo su seno al conjunto de la Nación. Integrados en el primer Gobierno republicano, con Prieto como ministro de Hacienda y Caballero al frente de la cartera de Trabajo; su fracaso y la subsiguiente derrota electoral a manos de las odiadas derechas, rompieron los diques de contención. Negándose a aceptar el legítimo triunfo adversario -con la misma argumentación que se emplearía setenta años después en Argelia para arrebatar a los islamista el poder obtenido en la urnas- el PSOE se dejó arrastrar a la línea bolchevique y se alzó en armas en Octubre del 34. Revolución fracasada por la actuación de un Gobierno que, en el fondo, pasó a encarnar la defensa del régimen republicano y su democracia parlamentaria. Largo Caballero, como siempre, acabó en prisión. Indalecio Prieto, como siempre, consiguió huir; pero de la experiencia del fracaso los dos principales dirigentes socialistas no sacaron las mismas conclusiones. Largo Caballero entró en un proceso de radicalización senil. Prieto intentaría, sin éxito, reconducir al partido hacia la convivencia republicana, aunque siempre bajo la premisa del predominio socialista. Ambos mantuvieron una pugna personal en la que Prieto fue llevado a una trampa saducea por sus propios compañeros: de un plumazo, los caballeristas se deshicieron de Azaña, elevado a la categoría de reina madre, y de Prieto. Era en marzo de 1936. El Frente Popular había ganado unas elecciones plagadas de irregularidades y la derecha española se lamentaba de la oportunidad perdida en el 34, cuando la revuelta asturiana le puso en bandeja las cabezas de sus principales adversarios y no se atrevieron a cortarlas.
Es un lugar común afirmar que si los socialistas hubieran permitido a Indalecio Prieto encabezar el Gobierno en 1936 se hubiera evitado la guerra. Así lo creía, comido por los remordimientos, Luis Araquistaín, uno de los secuaces de Largo Caballero que fue director de «Claridad», el órgano de la UGT. «¿No le parece a usted que fuimos unos bárbaros?», le preguntó Araquistaín, tiempo después de la guerra, a Juan Marichal. «Tiendo a dar veracidad, escribe Marichal, al relato que me hizo Araquistaín poco antes de morir. Me explicó que el grupo extremista del Partido Socialista, del que él era la cabeza más pensante, quería eliminar a Azaña de toda posición gubernamental de carácter ejecutivo, e impedir que Prieto fuera nombrado primer ministro». Así, se empujó a Manuel Azaña a la presidencia de la República y cuando éste, como era de suponer, quisó nombrar a Prieto jefe de Gobierno, se encontró con el veto de su propio partido. Así los inutilizaron a los dos. «¿No le parece que fuimos unos bárbaros?», repetía el mismo Araquistaín que, en el momento de la matanza se jactaba: «la victoria es indudable, aunque todavía pasará algún tiempo en barrer del país a los sediciosos. La limpia va ser tremenda, lo está siendo ya. No va a quedar un fascista ni para un remedio».
A partir de la maniobra antiazañista, la República se hizo imposible. Pero, pese a las amenazas de Largo Caballero –«Declaro paladinamente que nuestro deber es traer el socialismo. Y cuando hablamos de socialismo, no nos hemos de limitar a hablar de socialismo a secas. Hay que hablar de socialismo marxista, de socialismo revolucionario. Hay que ser marxista con todas las consecuencias». ( Cine Europa, Madrid 12 de enero de 1936). «La burguesía cumplió su papel e hizo su revolución. La clase trabajadora tiene que cumplir el suyo y hacer también su revolución. Si no nos dejan, iremos a la guerra civil. Cuando nos lancemos por segunda vez a la calle, que no nos culpen si los excesos de la revolución se extreman hasta no respetar cosas ni personas». (Teatro Cervantes, Valencia, 2 de febrero de 1936)–; el PSOE no se decidió a lanzar el órdago a la toma del poder. La experiencia de Octubre, la división en facciones, la conciencia de que todavía no estaba maduro el proceso revolucionario, les volvió timoratos. Prefirieron dejar que un Gobierno de burgueses sin apoyo popular, cooptados por la violencia de izquierdas y derechas, se desgastara en la ingrata tarea de mantener la ficción de una legalidad republicana en la que ya nadie parecía creer. Y menos que nadie, los militantes socialistas que, infiltrados en las Fuerzas de Seguridad y a las órdenes de un capitán de la Guardia Civil, sacaron de su casa y asesinaron al Calvo Sotelo con la clara intención de provocar la sublevación prematura de las derechas, que creían fácil de aplastar. No en el asesinato, pero sí en su encubrimiento, todo el PSOE fue cómplice. Y el que más, Indalecio Prieto, que recibió la confesión de los asesinos y los ocultó.Tras el magnicidio, él sí hizo un diagnóstico exacto –«esto es la guerra»– y se dispuso a ganarla.
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