Alfonso Ussía

La sonrisa permitida

La Razón
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Entre tanto dolor, indignación y muertes, se abre de golpe lo inaudito y nace el pequeño consuelo. Me refiero al alivio que hemos sentido, inmersos en la tristeza y la rabia por el ataque yihadista a París, al saber que tres españoles que se daban por muertos, están vivos y sin un rasguño. Uno de ellos, Alberto Pardo, ha demostrado mucha serenidad y sentido del humor en un mensaje escrito para las redes sociales. «Pues no sé... yo me veo a mí mismo en estos momentos y diría que estoy vivo... pero si seguís escribiendo cosas tan bonitas sobre mí, tal vez tenga que morirme para no dejaros mal. Además, si lo dice “El País”... es que tiene que ser cierto».

La urgencia y las lógicas exigencias de las familias de los desaparecidos o de aquellos que no dan señales de vida después de una masacre, pueden dar lugar a malentendidos como los de París. Hace pocas semanas, una bellísima mujer me presentó a su marido, cuya madre fue asesinada en el atentado de «California 47». Tenía catorce años cuando le comunicaron que su madre estaba entre las víctimas de aquella perversa masacre, y me hizo ver que el sentir común en esos momentos está instalado en la más absoluta confusión. No es digno, ni humano, ni decente buscar la sonrisa en la tragedia, porque todos somos víctimas en un atentado terrorista.

Otra cosa es referirse a hechos que nada tienen que ver con el horror, y sí con el retorno o la cercanía de la muerte. Nadie ha vuelto para contarnos lo sucede cuando se traspasa el umbral. Lo que al gran místico y humilde jesuíta, el Padre Ramón Ceñal, tanto le apasionaba. El Misterio. «Me estoy aproximando al Misterio», decía cuando sufría dolores o achaques.

Me lo contó un ilustre médico de un amigo común. Nuestro amigo llevaba una vida de etílico desenfreno, además de otras desmedidas. El doctor le ordenó que se hiciera unos análisis completos. Transaminasas, colesterol, triglicéridos y el resto de la familia. Cuando los tuvo, acudió a la consulta y se los mostró al galeno. –¿Cómo estoy?– preguntó el analizado. –En estos momentos, y de acuerdo con los resultados de tus análisis, acabas de fallecer–.

Escribí días atrás del «Libro de los Esnobs» del duque de Bedford. Un divertidísimo opúsculo. El duque de Bedford era, antes que todo, suscriptor del «Times», el gran diario conservador inglés que presumía de no haberse equivocado jamás en una noticia. El «Times» era como el «Rolls Royce» o el «Bentley». Podían no arrancar, pero nunca se estropeaban.

Bedford andaba renqueante y flojo. No salía de su castillo de Woburn Abbey. Y leía atentamente una mañana el «Times» cuando una noticia le hizo dar un respingo. «De acuerdo a noticias que han llegado a nuestra Redacción, Su Gracia el Duque de Bedford ha fallecido». A Bedford no le molestó leer que había muerto. Le sulfuró que el «Times» se hubiera equivocado. Dos horas más tarde, y a consecuencia de su llamada, se presentaron en Woburn Abbey el Director, el Redactor Jefe y el jefe de la Sección de Sociedad.

El duque no quería ser el motivo de la primera rectificación en la historia de su periódico. El teléfono de su casa no paraba de sonar. Llegaron flores a su castillo mientras negociaba con los responsables del diario londinense. «Todo, menos una rectificación. El “Times” no puede rectificar porque nunca se equivoca». Y se alcanzó el acuerdo.

En la edición del día siguiente, y en la misma sección en la que se había anunciado su muerte, el «Times» daba la noticia de un gozoso natalicio. «De nuevo ha nacido el Duque de Bedford».

Aquí, en este caso, entre la muerte y la vida, la sonrisa está permitida.