Manuel Coma
La Turquía de Erdogan
Erdogan apostó muy fuerte y el domingo pasado ganó la partida. En el poder desde 2002, va a batir el récord de Ataturk, «padre de los turcos», el fundador de la república y de la Turquía moderna, en 1923, recurriendo al método Putin: primero agota sus mandatos como jefe de Gobierno y luego se pasa a la presidencia, a la que ahora pretende llenar de poderes, a la francesa, mediante reforma constitucional. El 7 de junio se había quedado lejos de la mayoría, pero no renunció a sus proyectos. Boicoteó los intentos de Davutoglu, su hombre a la cabeza del Gobierno, de formar coalición con otro partido y convocó nuevas elecciones. Un juego muy arriesgado. Varias circunstancias le favorecieron, incluida la adopción por su parte de un perfil más bajo. En las anteriores, violando flagrantemente la obligatoria neutralidad constitucional de la presidencia, se metió de lleno en la campaña, contribuyendo al rechazo que su imparable prepotencia venía engendrando.
Ahora ha sido más discreto y con menos presencia personal se ha encontrado con que ataques terroristas han llevado aguas electorales a su molino de estabilidad: el Estado Islámico, que había sido semitolerado hasta hace poco, cometió el peor atentado terrorista de la historia del país, mientras que el PKK (Partido de Trabajadores del Kurdistán), separatista y marxista leninista, con un pesado historial de recurso al terror, volvió a las andadas después de dos años de tanteos y negociaciones con Ankara.
Aunque Erdogan y Justicia y Desarrollo, su partido, el AKP, se han beneficiado claramente, la magnitud del éxito ha cogido a casi todos por sorpresa y desmentido las encuestas, otra vez perdedoras, en un mundo en que cada vez les resulta más difícil obtener respuestas fiables y en el que no pocos votos se deciden a última hora.
El AKP, con unas décimas menos del 50%, ha superado en casi un 9% sus resultados de junio y conseguido una cómoda mayoría parlamentaria, lo que le permite formar gobierno monocolor.
No ha quedado lejos de los soñados tres quintos que le hubieran permitido la reforma constitucional con solo los votos propios, pero el voluntarioso Erdogan no va a cejar en su empeño de fortalecer su cargo. Lo que ya tiene lo pone a salvo de cualquier intento de escudriñar la grave corrupción económica en su propia familia, entre sus favorecidos políticos y en general en el sistema. Continuará adelante los impulsos islamizadores y autoritarios que cada vez alejan a Turquía más de Europa. Ha metido en cintura a los militares y ha apartado así un obstáculo a la posible integración en la UE, pero, como dice la mitad del país que no lo votó: ¿Quién lo apartará a él?
Las intervenciones militares han sido irregulares, pero a favor de los principios republicanos en situaciones extremas y no se han enquistado en el poder. Erdogan busca su misión, no neutralidad y, lo que es más grave, ha hecho lo mismo con los jueces y lo sigue haciendo con los medios de comunicación, ya en un 70% en poder del Estado o de sus amigos mientras que el 30% restante está bajo una presión manifiestamente antidemocrática.
Desde fuera interesa su política exterior. El objetivo, convertido en principio, de cero problemas con los vecinos y las subrepticias ilusiones neootomanistas de ejercer una influencia creciente en Oriente Medio han saltado por los aires con la guerra de Siria, en la que ha seguido una política ambigua que a la oposición interior le parece, con todo, demasiado comprometida. Lo ha llevado por caminos opuestos a Irán y Rusia, a los que, sin embargo, ha tratado con mucha delicadeza, mientras pulverizaba una vieja relación privilegiada con Israel y desarrollaba una retórica antiamericana. El Estado Islámico y el tema kurdo son cuestiones prioritarias, domésticas y externas al mismo tiempo. Como todo en Oriente Medio, un terreno lleno de trampas.
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