José Antonio Álvarez Gundín
La Universidad y la lista Forbes
Pocas lecturas resultan tan fascinantes como la lista de los hombres más ricos del mundo que periódicamente publican la revista Forbes y la agencia Bloomberg. En esa letanía del oro se concentra lo más sublime de Cervantes y lo más ruin según Shakespeare, guerreros como Ulises que hallan el camino de vuelta o que sucumben como Aquiles, pasiones destructoras, bovarys y kareninas, y ballenas blancas arponeadas en el fin del mundo por capitanes enloquecidos. Y todo Dickens, claro. Pero también encierra historias de redención, biografías ejemplares, batalladores admirables, honestidad, generosidad, honradez, grandeza... No es una lectura apta para menores. Tampoco es recomendable, so pena de caer en la depresión, para los jóvenes universitarios españoles, la mayoría de los cuales está en paro pese a tener incluso dos títulos y dominar un par de idiomas.
Un simple vistazo al currículum académico de los más pontentados arroja una conclusión demoledora: muchos de ellos jamás pisaron una universidad. Amancio Ortega, número tres del mundo y con una fortuna de 57.000 millones de dólares, tuvo que abandonar la escuela a los 13 años; una historia parecida es la del sueco Ingvar Kamprad, el padre de Ikea, quinto más rico con 42.900 millones, que sólo completó el bachillerato. Bill Gates, 62.700 millones, abandonó Harvard sin terminar la carrera, lo mismo que el creador de Facebook, Mark Zuckerberg, que apenas duró dos años en el mismo campus. Steve Jobs no aguantó más de un curso. Y así bastantes casos más. Es cierto que entre los cien casos del orbe abundan los graduados y hasta hay doctores, pero no pocos han confesado que si llegaron a ricos no fue precisamente por lo que aprendieron en la Universidad, sino por lo que olvidaron. Esa es la cuestión: lo que se pone en tela de juicio no es el estudio y la formación superiores, sino a un sistema universitario burocratizado, rutinario y caro que ha hecho de sus aulas una fábrica de parados porque se ha aislado de la sociedad. Y en el caso de España, la realidad es todavía más hiriente, con más de 50 universidades públicas sumidas en la irrelevancia. Hace años que de los claustros españoles huyeron el rigor intelectual y la autoridad moral, que hacían de la Universidad el paso deseado hacia un ambicioso futuro de promesas. Hoy no es más que un trámite devaluado hacia la nada, una expendedora de mano de obra barata. Mientras las palabras ambición, esfuerzo y mérito no recobren allí su puesto de honor, quien quiera hacerse rico de poco le servirá el soso trance universitario.
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