Cristina López Schlichting

La vida, que no la muerte

Fui a Sevilla a intentar entender su Semana Santa; un desafío grande, porque me criaron lejos de oropeles. Esperando la procesión, a las dos de la mañana, olía a azahar y perfumes. Nadie huele en España tan bien como los andaluces, ni hacinados pierden la clase. La bulla era incómoda, eso sí, con señoras comiendo pipas y macarras de tatuaje sobando a la novia. La oreja se me fue a los corrillos, a la explicación de una mujer a su invitada: «El ‘‘sinpecao’’ representa a la Purísima... eso que dicen de que el Espíritu Santo embarazó a la Virgen... cosa imposible, como tú sabes... lo que pasó fue que, prometida con San José, tan viejo, se quedó seguramente embarazada de otro joven de la “dinastía” y, para evitar el escándalo, se inventaron lo del Espíritu Santo».

Mal empezábamos, ya se me puso mala leche. El Cristo asomó, de repente, a la vuelta de la esquina y, cuando rozó las multitudes, la gente se calló a muerte, la vista clavada en sus ojos de cristal. ¿Qué estaban viendo? Seguía sin comprender. Rodando por la madrugada, nos acercamos al Señor de la Sentencia, que escuchaba la condena a muerte del sanedrín. La figura estaba maniatada y vuelta hacia nosotros; alguien se arrancó con una saeta y aproveché para susurrar los recados que traía: «Por el hijo de Fulana, que está en la droga», «por Mengana, la del matrimonio destrozado», «por la familia de Tal, que no llega a fin de mes desde que él quedó en paro», «por la sobrina de..., que tiene metástasis»... Estaba en esos misterios dolorosos, cuando caí en que no podía ver al Cristo.

Y era por las lágrimas. Las penas juntas se me habían antojado carga tan grande, que me anegaban por dentro. ¡Jesús, cuánto sufrimiento! ¿Y qué había hecho yo, sino apartar la mirada? ¡Qué impotencia de Magdalena, qué ganas de pedir compasión! Se me ocurrió que sólo la muerte de un Dios podía restañar ese abismo, levanté la cabeza para respirar. Y Él estaba exactamente allí. Y un río de sangre se levantó y barrió todo, heridas y miserias, pecados, impotencia y soledad. Él se lo quedó todo. Yo sólo lloraba con la señora lenguaraz, que ahora musitaba agradecida; con el costalero que repetía una jaculatoria; con una madre con el niño dormido entre sus brazos. Sólo quedó paz en aquella plaza, alegría recogida. Resurrección en vez de luto; la vida, que no la muerte. La secreta certeza de que basta dejar paso a otra forma de inteligencia para entender.