Presidencia del Gobierno
Laberinto de pasiones
La política debiera ser una actividad sujeta al trasiego racional de las ideas y los intereses, a la discusión pública orientada hacia el mercado de los votos y a la búsqueda legitimadora del apoyo de los ciudadanos. O sea, todo lo que está más alejado de las pasiones humanas, que, cuando se desatan y se deja que influyan sobre los asuntos públicos, siempre conducen al desastre. Esto es lo que, lamentablemente, ha venido ocurriendo en España durante los nueve meses que han transcurrido desde que se le acabara el plazo al Gobierno del presidente Rajoy y, a la vez que entraba en funciones, se desencadenara una crisis institucional que amenaza con desestabilizar irremisiblemente nuestro sistema político.
Hoy, este último no es otra cosa que un laberinto de pasiones encontradas en el que no se vislumbra ninguna salida, pues todas están cegadas por la incapacidad de los partidos para abrir el camino que conduce al portón de la estabilidad. Cinco son esas pasiones ofuscadoras que impiden encontrar una solución política a la fragmentación del electorado. Está, en primer lugar, la de la supervivencia, sin duda la más determinante de todas ellas, que afecta principalmente a Pedro Sánchez e impide que éste pueda llegar a cualquier acuerdo viable, pues ello conduciría a su relevo en el liderazgo del Partido Socialista, dejándolo literalmente sin empleo ni sueldo. Le sigue la pasión conservadora que, en Rajoy y en el PP, dificulta enormemente la asunción de cambios que pudieran trastocar el orden establecido más allá de la mera mudanza lampedusiana. También juega la pasión reformista que inspira a Rivera y los Ciudadanos, aunque sorprendentemente no los conduce a exigir una participación en el Gobierno, limitando así la influencia de su exigua fuerza política. Se añade asimismo la pasión subversiva que infiltra la verborrea multifacética de las innumerables fuerzas que se agrupan en Podemos, donde parece que, como escribió hace muchos años Luis Buñuel, «cada cual busca su revolución con su linternita». Y resta una residual, aunque desestabilizadora, pasión secesionista que lo inunda todo en los partidos nacionalistas catalanes y extiende su influjo sobre fuerzas de esa naturaleza en las demás periferias, a la vez que salpica a una debilitada izquierda socialista que, en ellas, está a punto de sucumbir.
Pasiones encontradas que nos alejan del sosiego y la racionalidad, que enconan las relaciones entre los políticos y ennegrecen cualquier idea, haciendo del debate un imposible. No me extraña que, en este enrarecido ambiente, el Rey tuviera que recordar la advertencia premonitoria de su postrer mensaje navideño: «La pluralidad expresada en las urnas conlleva una forma de ejercer la política basada en el diálogo, la concertación y el compromiso, con la finalidad de tomar las mejores decisiones que resuelvan los problemas de los ciudadanos». Una advertencia que cayó en saco roto, pero que ni puede ni debe ser ignorada si no queremos ver destruido nuestro mundo de hoy. Todo reino es mutable y su futuro nunca está escrito, incluso para desaparecer sin dejar rastro.
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