Alfonso Ussía
«L'amour»
Creo que era Hugo Tognazzi el protagonista de aquella película italiana «Demasiadas cuerdas para un violín». Superior la idea a la realización. El amante esposo y padre de familia que comparte su vida y su amor con otra mujer y más hijos, y que no contento con ello, tiene también una segunda amante con sus respectivos retoños. Terrible la Nochebuena, con tres cenas, tres brindis, tres sesiones de villancicos y tres repartos de regalos. Los días de cada semana, perfectamente distribuídos. Lunes, Marietta, martes, Lucía, miércoles, Sandra, jueves, Marietta, viernes, Lucía, sábado, Sandra y el domingo a descansar. Un descanso relativo. A las 10, al zoológico con sus hijos de Marietta, a las 13 horas, el aperitivo con los habidos con Lucía, y a las cinco de la tarde, al fútbol con los de Sandra, los más pequeños, y también los más queridos. Tres colegios, tres remesas de notas, tres casas que mantener y una vida espantosa. Los santos, los cumpleaños, los aniversarios, una auténtica tortura.
Tognazzi trabajaba como una mula para sacar a sus tres familias adelante. Como una mula cuando las mulas trabajaban, que casi han desaparecido en la actualidad. Los Reyes y sus secretos de alcoba sufrían menores agobios. Torrente Ballester escribió un opúsculo divertido que mereció una versión filmada, «El Rey Pasmado». Trataba de Felipe IV de joven, cuya única obsesión era la de ver a su joven esposa y reina, completamente desnuda. Hacía el papel de Felipe IV Gabino Diego, y el del conde-duque de Olivares y el confesor de la Corte, Gurruchaga y Juan Diego por ese orden, muy sobreactuados y nada convincentes. Gabino Diego lo bordaba, si bien su personaje nada tenía que ver con la realidad, porque Felipe IV, el Rey de los Siglos de Oro de nuestra cultura, se pasó la vida contratando a Velázquez, recelando de Quevedo y viendo mujeres desnudas, no en vano tuvo más de cuarenta hijos. De pasmado, como se figuró don Gonzalo Torrente, nada de nada.
En la antigüedad, un Rey que no tenía hijos de bastardía, era un Rey que no merecía la pena. El gran bastardo, Don Juan de Austria, producía honda envidia a su hermano Felipe II, que era enano y feo, mientras Don Juan medía más de ciento noventa centímetros de altura, que para aquellos tiempos, equivalían a lo que ahora gasta Arvidas Sabonis. Y fue un héroe y un guerrero admirado, adorado por las mujeres. Felipe II no se quedaba atrás en sus lances amorosos, pero sabía que su éxito iba de la mano de su posición, y ello le atormentaba el orgullo y la conciencia.
El poder siempre ha entusiasmado a un determinado modelo de mujeres. El Presidente de la República Francesa es un republicano coronado. No existe nación más monárquica que Francia en sus sentimientos. De Gaulle fue un rey soldado, y Giscard, Chirac y Mitterrand, reyes absolutistas. Todos ellos muy aficionados a los lechos amables de las cortesanas. Pero el nuevo intérprete de «Demasiadas cuerdas para un violín» se llama François Hollande, el Presidente de la República Francesa, un desastroso político humanizado por su formidable poder masculino. Con Sególène Royal –con la que tuvo cuatro hijos–, amparado en los brazos de la otoñal y atractiva Valerie Trierweiler, y hoy regocijado y sorprendido sobre el colchón y entre las sábanas de la actriz Julie Gayet, que no ha tenido reparos en calificar a su hombre del Elíseo de «maravilloso». Francia va mal, pero Hollande se lo está pasando de cine mudo, aunque después de las siestas prohibidas se despida de su amor con las palabras dignas de un rey de Francia. «Merci, merci, merci, mon petit lapin».
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