Restringido

Las solapas de Camus

En memoria de Pere Pinyol

Camus jugaba al fútbol con sus amigos de Bab el Ued, en las afueras de Argel. Fue portero, el más bajito de todos, y en algunas fotografías aparece con una gorrilla formando con su equipo en un paraje con un sol sin sombras. Fue pobre pero no proletarizó su escritura, es decir, no la hizo sumisa, sino pendenciera, demasiado brillante para un hombre solo, un rebelde, un chico de suburbio que llegó a París con la sombra de su madre, aquella mujer nacida en Menorca, medio analfabeta y silenciosa, según nos relata él mismo, y motivo último de su credo político y moral: «Entre la justicia y mi madre, me quedo con mi madre». Llegó a París diciéndole a los intelectuales de la «rive gauche» que ellos conocían el hambre por los libros, mientras él sabía qué era ponerse el sol con el estómago vacío o ver a los niños de la Cabilia (en su reportaje «Miseria en la Cabilia») pelearse con los perros por un cubo de basura así despuntaba el día. Camus escribió un prefacio fechado en 1958, casi al final de su vida, para «El revés y el derecho», un libro de juventud, en el que hizo una alegato en defensa de la pobreza. Sólo él se lo podía permitir. Pero no una defensa de las calamidades del hambre, sino de la libertad de no poseer nada. La pobreza de la que habla es la desesperanza que descubrió en los suburbios donde creció. Es la doble humillación, dice, de la miseria y la fealdad. Pero Camus dejó el suburbio y llegó a la metrópolis con las solapas subidas. Le respetaban, le temían, le admiraban, pero les ofendía que alguien con cara de pobre les dijese que se abstuviesen de compadecer a los muertos de hambre, que el calor que sentía en su barrio era hermoso. «Vivía con apuros, pero también con algo así como el deleite», escribió. Ésta fue su victoria: la vida, por encima de las ideologías muertas.