Literatura

Literatura

Leer

La Razón
La RazónLa Razón

Ayer fue el Día del Libro y voy a dejarlo claro para que no haya confusión ninguna: no leí, nada, ni un parrafito. Bueno, miento, leí las instrucciones de un anticelulítico pero eso no cuenta por lo que tengo entendido. Yo no tengo nada en contra del Día del Libro. Es más, incluso una de mis más queridas amigas es escritora de éxito y la trato como a una igual.

Ayer fue el Día del Libro y me estuve acordando de aquellos coñazos que nos hacían leer de pequeños en el colegio, que le cogías manía a todos los escritores, a los poetas sobre todo. Yo le tomé ojeriza a Rubén Darío y aún me dura, porque me parece de un cursi extraordinario, de un relamido insoportable, y me da una vergüenza todo que para qué. No digo nada de Gustavo Adolfo Bécquer (al que Dios guarde en su café) que me proporcionó verdaderas pesadillas. Una, que era una niña un tanto insensible y muy marimacho, pensaba que, como leer fuera así siempre, como los libros fueran así de tostonazo, iba a tratar de esquivar los centros culturales como si fueran cámaras de gas.

Y después llegó el «Quijote», ay, el «Quijote». Que yo misma me preguntaba ¿seré tonta, Dios mío? ¿Tendré alguna discapacidad que me impida entender? ¿O es que soy imbécil? Esto último no está descartado hasta la fecha, ojo. Hasta que, oh milagro, comencé a leer libros para mi edad. Y todo fue fluyendo. Todo cuadró, todo se colocó. Tanto cuadró y tanto se colocó que, cuando volví al «Quijote», me pareció un libro tremendamente humano y lleno de guiños socarrones, un libro de aventuras que te hace más libre, más soñador, que te hace saber más de las personas.

Eso sí, lo de Rubén Darío sigue igual. Como un día me dijo mi madre «no se por qué no te gusta con la calle tan hermosa que es».