Pensiones
Litigar con la Administración
Litigar contra la Administración no es fácil, pero desde el año 2011 todo ha cambiado radicalmente porque antes de esa fecha el recurrente no tenía que soportar consecuencias económicas adversas si perdía su contencioso, mientras que actualmente tiene que pagar las costas y la famosa tasa. Pero ¿es realmente la tasa el problema principal? Porque lo curioso es que acaso tal problema principal no sea éste realmente, sino otro, no tanto imputable al Estado sino quizás, al menos en parte, a quienes precisamente echan la culpa de todo a la dichosa tasa, afirmación esa que acaso pueda sorprender, pero cierta, a la luz de cuanto va a decirse, sin otro ánimo que el de poder mejorar las cosas y el de que los ciudadanos y la Administración no se enfrenten con preocupaciones más allá de lo razonable y de las derivadas del fondo del asunto sobre el que litigan, partiendo también de que solucionar estos temas beneficia incluso a los propios profesionales del Derecho.
Ha arraigado en la sociedad que la tasa es el problema del acceso a la Justicia (tasa que, por cierto, si se gana en el proceso, se devuelve). Pero acaso el mayor de los problemas no sea éste tan difundido, sino más bien el de las posibles consecuencias económicas adversas en el proceso administrativo derivadas de los propios Colegios de abogados y los honorarios que, siguiendo sus criterios, han de aplicarse en casos de tasaciones de costas a favor del letrado o letrados contrarios, es decir, en caso de desestimarse el recurso del ciudadano (o de la propia Administración, por cierto, con cargo en este caso al presupuesto público). Actualmente, el máximo de tasa que puede repercutirse al ciudadano si pierde el asunto no llegará a 2.500 euros, máximo insuperable, mientras que aquellas otras cifras pueden ser para quitar el sueño a cualquiera.
Al menos en los procesos con la Administración esto es un problema, contando además con que en la vía contencioso-administrativa tampoco es nada fácil poder arrancar algún pronunciamiento de estimación parcial del recurso en la sentencia que pudiera reducir estas consecuencias. Preocupante todo esto, además, considerando que la tasa no se duplica cuando en el proceso junto a la Administración intervienen uno o varios codemandados, mientras que las costas mencionadas por perder sí se pueden multiplicar como el milagro de los panes y de los peces bíblicos.
En parte, el origen del problema es éste y en la otra parte el problema está en cómo se fijan las cuantías (de las que dependerán las cifras de costas y tasas), sin excesivo cuidado ni especiales garantías en los procesos. Y tampoco es razonable que, cuando se fije la cuantía como indeterminada, entonces uno supere los agobios que producen estos problemas, además de que de esta forma no se evita la saturación de trabajo de los órganos jurisdiccionales. Pero, con todo, lo peor en torno al tema de la fijación de las cuantías es su procedimiento de fijación, ya que se hace por el Secretario judicial sin recurso, pese a que la sentencia se reserva la última palabra, manteniendo al ciudadano recurrente y a la Administración en la incertidumbre sobre las consecuencias finales en caso de perder. No hay tampoco recurso una vez fijada la cuantía en la sentencia si el interesado estima que la cuantía es demasiado alta en atención a las costas que pueden resultar, con lo que nuevamente en caso de disconformidad se deja sin solución al apelante o interesado en la casación. La solución a los problemas, sin embargo, es clara: debe abrirse al comienzo del proceso una primera fase adecuada de «valoración de las consecuencias económicas del proceso» dejando todo este asunto cerrado, tras el posible recurso, para que las partes tengan garantías y estén en condiciones de decidir o no su continuación. Al menos debería abrirse una vía de debate sobre todo esto antes de interponer los recursos de casación o apelación en casos de cuantías excesivas a juicio de una de las partes.
En cambio, en materia de tasas, el abono debería realizarse al final del proceso: considérense que dichas tasas van fluctuando en función de distintas incidencias (si hubo o no acumulación, si cambia la cuantía durante el proceso, posibles allanamientos, etc.), obligando todo ello a ir devolviendo o abonando más tasas durante el proceso. Es al final del proceso cuando se sabe si la tasa debe pagarse por el recurrente y cuánto. Por eso, es entonces cuando debe abonarse, evitando el Estado su actual impaciencia corrigiendo este punto, porque no se pueden estar haciendo cuentas durante el proceso rellenando los formularios 696 y 695.
Por tanto, se ha solucionado en los últimos años el problema del ciudadano con su propio abogado. Pero persiste el problema de los honorarios del «letrado contrario» y con el procurador contrario e incluso propio, al regir en la materia un sistema de aranceles a veces no acordes con la realidad del caso enjuiciado. Pese a lo que se dice, la situación actual dista aún de amoldarse a las normativas de liberalización se servicios para la defensa del consumidor.
El Tribunal Supremo «suele» limitar las costas (por ejemplo, a un máximo de 3.000 euros) y algunos piensan que de esta forma se resuelve el problema. Pero ¿y si el TS no limita las consecuencias económicas? No parece razonable quedar a la espera de eventualidades. Y además, ¿por qué el TS sí y otras instancias inferiores no?
Aunque cada letrado tendrá sus experiencias personales, estas ideas son más que lógicas. Las costas no tienen por qué ser bajas necesariamente, pero sí certeras y adecuadas a la entidad del caso. Para evitar el recurso infundado y la sobrecarga de trabajo en los órganos judiciales, puede justificarse una tasa, según ha dicho el TC, siempre que sea baja; y asimismo unas costas asumibles.
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