Ángela Vallvey

Logros

Desde Atapuerca hasta nuestra era del trinque 2.0: idéntico tipo de homínido. El «conseguidor» es un proactivo y entusiasta intermediario cuya existencia se desarrolla flotando en la charca de la corrupción (que cuenta con los mejores balnearios a la orilla del fango, en primera línea del légamo consuetudinario, y con magníficas y privilegiadas vistas al lodo). Se cobija en los despachos que no tienen entrada a la integridad, en esos sitios en los que, cuando el soborno llama a la puerta, la honradez salta por la ventana. A lo largo de su vida es capaz de suspenderle pagos incluso a la muerte. Las negociaciones se le dan de miedo. Todo lo que sea cerrar acuerdos se le da de miedo. Incluso él da miedo. Los controles de la Administración, en caso de que existan, significan para este payo tanto como un semáforo en el desierto para un camello con astigmatismo. Es insaciable, jamás morirá de hambre. De un atracón de gambas, quizás. El conseguidor no come gambas con gabardina, como el vulgo que visita el bar del anuncio de la lotería de Navidad: él devora gambas con abrigo de pieles. A lo largo de su vida –en realidad, de su vidorra– se trata y hace tratos con lo más alto: poderosos e influyentes, monarcas y jerarcas, altezas y bajezas hormigoneras... La vivienda –desde Atapuerca, como queda dicho– ha propiciado la corrupción mejor que bien. Como si fuese una bacteria que todo lo descompone, desde el concejal que sueña con la fama del escaño de diputado al millonario que ya perdió la cuenta de sus millones pero no se resiste a la inercia de amasar cemento de fortuna...

Hoy decimos «conseguidor», antaño lo denominaban «logrador». Pero es el mismo tío de siempre. El mismo perro con la misma comisión por collar parasitario.