Julián Redondo

Los amos del fútbol

Le preguntan a Falcao, ahora en el Manchester United, si el futbolista es dueño de su destino. Rotundidad en la respuesta: «No, no lo es». Se intuye en la contestación que su traslado a Montecarlo desde el Atlético fue un negocio del que sólo sacó en limpio un pellizcazo porque el destino soñado estaba más cerca de la ribera del Manzanares que de la Costa Azul. Quiso irse con Florentino Pérez y Jorge Mendes le mandó, según se desprende de sus palabras, con el Príncipe Alberto. El sueño de vestir de blanco, truncado por el vil metal.

Chocan las aseveraciones del ariete colombiano con las de algunos dirigentes del fútbol al opinar de una cuestión que parece más mercantil que deportiva. Enrique Cerezo suele decir que el futbolista juega donde quiere. Es probable que se refiera a las perlas rojiblancas que por razones puramente crematísticas terminan jugando siempre donde anida el mejor postor. Falcao es protagonista de uno de esos casos, por lo visto, involuntario. También el «Kun» Agüero, que llegó a alcanzar un compromiso tácito con el Madrid, que se compró una mansión en La Finca y al que vientos esterlinos, más poderosos que los euros, le llevaron hasta Mánchester. Parecía que el City iba a ser destino de paso, un alto en el camino hacia el Santiago Bernabéu, y se ha convertido en residencia habitual de quien fuera yerno de Maradona. Diego Costa acabó en el Chelsea porque el Atlético no tenía recursos económicos para retenerle, o porque se precipitó cuando le mostraron el maletín del dinero, que viene a ser lo mismo. Fernando Torres, rojiblanco hasta el tuétano, emigró a Liverpool para aliviar la tesorería atlética y para ganar títulos. Pero «El Niño» vuelve. Hace siete años, cuando salió, advirtió del regreso. Viene a un equipo ganador.