Sabino Méndez

Los charlatanes del paralelo

La Razón
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Desde que alcanzó la presidencia de la Generalitat en 2010, se ha escrito muchísimo sobre Artur Mas (Barcelona, 1956) debido a su erráticos movimientos políticos, sus promesas delirantes y sus intempestivas declaraciones. Se ha escrito desde el punto de vista político, económico, institucional e ideológico, pero se ha dicho muy poco sobre cuál es la percepción que de él tienen los catalanes de a pie.

Mi madre, catalana de Centelles y habitante del final de Las Ramblas hasta que se casó, me ha hablado siempre de los charlatanes del Paralelo como poseedores de unos rasgos muy concretos. Por lo visto, en ciertas épocas, bastaba darse una vuelta por ese bulevar para verlos en acción. Se trataba de vendedores ambulantes que intentaban convencerte de las bondades de sus productos con una mezcla de chabacanería, aplomo y charla imparable. Algo parecido a los extras de «Guys and Dolls» de Mankiewicz. Si les ponías objeciones razonables a la calidad de su mercancía usaban entonces una chulería descalificadora, destinada no tanto a convencerte como a que no les rompieras el hechizo ante la parroquia. Mi madre, mujer sensata que no sé a santo de qué traigo a estas páginas, en Artur Mas ya encontró desde el principio algunos de esos rasgos. A la cuñada de mi madre, charcutera de la Boquería, le parecía por contra muy guapo y decía que por eso le votaba. Entre esos dos puntos de vista, lo que queda claro es que ha habido un cambio en la percepción de lo que puede ser un presidente autonómico en Cataluña. Jordi Pujol, que mandó durante un cuarto de siglo, vendía una imagen simbólica (cierta o falsa) de hombre feo, austero y minucioso. Mas (coetáneo de los hijos del patriarca) entró en lo público a los 26 años y ahí desarrolló toda su carrera. Para ella, escogió el tono del milhombres, del sabelotodo, y sus modos en la Cámara autonómica eran despectivos para con sus contrarios, confundiendo muchas veces lo que el creía como aplomo con simple grosería. Así no era raro escuchar de su boca palabras como «a hacer puñetas», «tontos», «burros», «ignorantes» y otras lindezas que nunca se habían oído en sede parlamentaria.

Descalificado ahora por Europa, habiendo dividido todo lo que toca, traicionado por sus propios candidatos, encontrándose a un paso de la corrupción y el desenmascaramiento, Mas anteayer llamaba «al combate» como Lluís Companys en el 34. Y los catalanes, que no queremos combates sino deliberaciones, terminamos preguntándonos: ¿No sería en realidad finalmente aquel Companys, en contra de todo lo que nos han contado, tan solo otro triste Mas acorralado por sí mismo?