Joaquín Marco

Los inicios

Cuando se apaga el verano, con más rapidez de la que muchos desearían, comienzan los desvelos de quienes pueden disfrutar de una monótona vida que fue interrumpida. Con anterioridad, los padres de familia han debido elegir, entre escasas posibilidades en ocasiones, la primera escuela para sus vástagos. Tuvieron que visitar los centros que consideraban más idóneos, hablar con algunos profesores, llenar papeles, esperar, ya sea en la escuela pública o concertada, la aceptación y calmar los nervios de los pequeños, que en el caso de P3 inician su vida escolar, una aventura que hace vibrar los nervios de toda la familia. Nuestra memoria es selectiva e infiel y nos resulta imposible recordar nuestra primera infancia, clave, sin embargo, para nuestra posterior evolución intelectual.

Han quedado entre brumas las mismas inquietudes por las que ahora atraviesan nuestros hijos o nuestros nietos. Ciertamente el mundo de la enseñanza ha cambiado y evoluciona no siempre con los mejores resultados. Nuestra efectividad en las enseñanzas medias y superiores depende en gran medida de estos primeros pasos que parecen del todo inocentes. Pero la función de los maestros en esta primera etapa es fundamental. Algunos pedagogos valoran incluso la enseñanza preescolar, pero el auténtico salto al vacío se produce cuando el niño alcanza el P3. Aquel es un mundo todavía desconocido y oculto, aunque los padres les hayan explicado que alcanza este nivel porque ya es «mayor». Se trata del inicio de un largo aprendizaje no exento de sacrificios que algunos no culminarán hasta finalizar sus carreras universitarias. Va a ser una parte importante de la vida, dedicada no sólo al apredizaje de instrumentos de mayor o menor utilidad, sino de sociabilización y también de una cierta disciplina vital.

Nuestros escasos éxitos globales en la enseñanza media y superior dependen de esas pequeñas normas que se inculcan casi de manera inconsciente. Los primeros años de escolarización, en los que ha de intervenir con el máximo interés la familia, permiten, por ejemplo, un más fácil aprendizaje de idiomas, de los que tan faltos estamos. No es suficiente, con resultar necesario, preocuparse por si los pequeños han dormido o no la siesta o si han comido bien. El contacto con los profesores debe ir más allá y preocuparse por su integración, por la relación que se ha establecido con los compañeros, por los grupos naturales que se forman en el conjunto de la clase. Lógicamente, cuanto menor número de alumnos por clase tiene un profesor, mayor atención puede prestar a cada uno. El magisterio es una labor dura que muchos creen sencilla y sin problemas. Los antiguos tres meses vacacionales se han convertido en un mes escaso. La tensión en las aulas, fruto de una moderada disciplina, es dura de soportar a medida que el niño avanza hasta llegar a la ESO. No hay reforma posible sin la buena voluntad y la dedicación del profesorado, por lo general entregado, sea cual sea el tipo de enseñanza elegida: pública, concertada o privada. Pero la crisis golpea con fuerza a buena parte de las familias. Disminuyen las actividades extraescolares, que siempre constituyen un aliciente de novedad y aventura para los niños.

Y en esta dura cuesta de septiembre cabe recordar el coste del material escolar, desde las mochilas a los caros uniformes, donde los utilicen, y hasta el turbio asunto de los libros de texto. No existe todavía la cultura del reciclaje de unos libros que ni siquiera pueden pasar de uno a otro hermano, porque cambian cada año la distribución de la materia. Hay escuelas, sin embargo, que constituyen un fondo común con libros de años anteriores que mantienen su buen estado. De otro modo puede suceder lo que a una madre de tres hijos, que no disponía del dinero necesario para afrontar la compra de los libros del tercero. Los recortes llegaron también a los centros. No dejan de ser dolorosos. En Barcelona, por ejemplo, se han eliminado 73 líneas de P3 y se ha decidido el cierre progresivo de cinco centros. Se incrementa el número de alumnos por aula, lo que ha de redundar en perjuicio de una atención más personalizada. La exigencia debe iniciarse desde el comienzo para lograr incrementar la excelencia que deseamos todos los ciudadanos y en mayor medida los docentes que están día a día al pie del cañón.

Para una educación de calidad se requiere gasto, no inversión; aunque el gasto redunde más tarde en personal cualificado. Salvo las minorías que escapan al sistema, pese a las malas calificaciones universitarias de Pisa o de Shangai, nunca habíamos tenido una juventud tan preparada y menos dispuesta a permanecer en la pasividad. Sin embargo, el paro se ceba en los menores de veinticinco años con o sin formación especializada. Confiemos en que estos niños que ahora empiezan lleguen a la juventud sin tantos tropiezos, con un panorama más abierto y optimista, mejor preparados, incluso, que los que hoy se están estrellando contra los muros de la falta de oportunidades o deben buscar en el exilio económico su solución vital.