Francisco Nieva
Machismo de pueblo
Mi madre, muy descontenta del color cetrino y oliváceo de mi piel y de mi gordura de niño sedentario, me pintaba colorete en las mejillas y me confeccionaba fajas con ballenas para reducir mi cintura. Pero luego se horrorizaba ante la posibilidad de que yo resultara un afeminado. –«Tienes que ser un hombre seductor y autoritario, un hombre superior, de los que fascinan a las mujeres. No se anda como tú ahora, juntando las piernas. Fíjate en mí. Un hombre debe andar así».
Entonces, se ponía a andar como un hombre, según ella lo entendía, dando pasos largos y separando las piernas. Y yo tenía que imitar a una mujer que imitaba a un hombre.
–«Tienes que ser encantador y apuesto, dicharachero, que se porte con la novia en la reja como un mago que la fascina y la vuelve loca por sus prendas».
Mi madre quería ver en mí a su hombre ideal y era la primera en afirmar el discurso del machismo social. Las mujeres son esa paradoja, imposible de descifrar ni de entender.
Ese ambiente social de mi pueblo era de un machismo bebedor y juerguista, como corresponde a una comunidad como la de Valdepeñas, reina del vino barato y peleón. La autoridad del hombre estaba presente en todo, lo que quiera que fuese: en la Iglesia, en la alcaldía, en las fiestas, en las bodas, en los bautizos, en los escándalos y en las broncas... Los niños eran hombrecitos desafiantes y peleones, «chicos malos», para mi juicio, chicos que peleaban en las calles ante un público que apostaba por el más fuerte, como en una pelea de gallos. Las niñas debían mostrarse modosas y asustadas.
Era muy corriente la esposa sometida por el marido, temerosa de él como de Dios. La mujer y las hijas eran siervas del pater familias, tal como era el caso de mi abuelo materno, un señor de horca y cuchillo, con ínfulas aristocráticas. Una esposa como Dios manda tenía que conquistarse al marido cada día, esperándole despierta hasta las tantas de la madrugada, cuando venía del casino o de acostarse con la querida. Porque un señor en toda la regla tenía que mantener a una manceba, a una barragana. Cuando se hablaba de mancebas y de barraganas, yo creía que no eran mujeres, sino unas bestias con las que era vergonzoso mantener una relación, una especie de oveja madre con muchas tetas. Mi madre y Felipe, el hermano mayor, vivían en litigio permanente con la barragana de mi abuelo, acosándola, haciéndole la vida imposible, arrojándole petardos por las ventanas, mandándole por correo cajas con excrementos. Yo lo celebraba mucho, como una gracia incomparable.
El machismo de pueblo lo propiciaban las mujeres. Viviendo yo en un clima tolerante y cosmopolita, encontraba monstruosa la vida del pueblo, ese machismo nacional en el que reinaba la violencia de género. –«Ha matado a su mujer con pleno derecho porque le estaba poniendo los cuernos». Con el eximente legal de crimen pasional y otras zarandajas. Aquellos casos de violencia doméstica, eran muy corrientes en el vecindario.
Sentados en el batiente de su puerta, un amiguillo y yo recogimos del arroyo una concha de almeja, y el chico dijo entonces: –«No te lo vas a creer, porque hace ya varias semanas. Esta almeja pertenece a una paella que mi padre tiró a la calle, por un enfado con mi madre, para atormentarla. Enseguida vinieron gatos y perros a lambisquear en aquellos restos. Todavía rueda por ahí esta concha de almeja, y siento el mismo miedo que pasé entonces. Mi padre es terrible, pero yo tengo que quererle obligatoriamente, porque es mi padre al fin y al cabo». Y ahora recuerdo que, en una excursión a la sierra, un marido celoso vertió sobre la cabeza de su mujer, la cocinera, una paella para siete personas. La tía gritaba como una poseída, retirándose del escote cangrejos y gambas. ¡Ah, qué recuerdos! El machismo pueblerino y campesino, el machismo barriobajero y suburbano. ¡Qué precioso sainete trágico!
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