Literatura

Ángela Vallvey

Maravilla

La Razón
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Lewis Carroll envió un ejemplar dedicado de su «Alicia en el país de las maravillas» a la princesa Alicia, hija de la reina Victoria de Inglaterra, quien también leyó el texto y quedó fascinada por la historia. Tanto, que escribió al autor pidiendo que le mandase sus otros libros publicados (con esa irrefrenable tendencia que sienten los que pueden permitirse comprar libros de intentar que se los regalen). Poco tiempo después, Lewis Carroll le mandó a la reina varias obras que había escrito... ¡de álgebra, trigonometría, ajedrez y geometría! Presumo que la reina se quedó maravillada de verdad al recibirlos. Cuando era niño, Lewis Carroll ya sorprendía a sus maestros, alguno de los cuales dijo de él: «Es maravillosamente ingenioso al sustituir las formas ordinarias de nombres y verbos, tal como se encuentran expuestas en nuestras gramáticas, por analogías más o menos exactas o expresiones de cosecha propia. Este eventual defecto desaparecerá por sí mismo con el tiempo, aunque ahora fluye libremente. Tendrá una gran carrera». Si bien, la «maravilla», la especialidad de Carroll, no desapareció, sino que se perfeccionó con el tiempo. Él supo sacarle provecho como nadie.

Sospecho que todos los cuentos son, en el fondo, cuentos de hadas. Incluso los que pertenecen al género de «realismo sucio». Cuando digo «cuentos de hadas» quiero decir que, lo que se encuentra en el fondo de cualquier historia, clásica o contemporánea, de toda ficción buena de verdad, es la esperanza, el anhelo de que ocurra «un milagro», mágico, maravilloso... Que la suerte llame a la puerta de los protagonistas. Un cambio radical. Una emoción embriagadora... Que llegue a sus vidas lo extraordinario.

Y, al igual que ocurre en los cuentos, tengo para mí que sucede con la vida. Todos, incluso los más humildes y descorazonados, nos levantamos por la mañana esperando una sorpresa, alimentando nuestro espíritu con la idea del asombro, abriendo nuestra casa –nuestra vida– a la maravilla. Hasta Rimbaud, un poeta maldito, sentía la sed existencial de que a su vida arribara «lo desconocido». Si bien, pocos reflexionamos al respecto, la sensación de que puede embargarnos la extrañeza, de que «algo maravilloso va a ocurrir», alienta la existencia humana. No es solo la esperanza –que también– sino la posibilidad del prodigio. Cuando perdemos ese fuelle que le insufla vida al alma, estamos perdidos. Y nos convertimos en personajes secundarios hechos de humo, polvo, sombra y nada.