Alfonso Ussía
Más que torpes, más que incultos
La Semana Santa de Sevillla es más que un pasmo de devoción y fe. Es un pasmo de arte sacro. Un pasmo de belleza. Los sevillanos llevan paseando la Pasión y Muerte de Jesús más de cinco siglos. Además de la profundidad de los sentimientos, por Sevilla se mueve la riqueza cultural de una imaginería única. El laicismo es una farsa. Sólo aparece cuando las costumbres, la devoción y la tradición responden al cristianismo. Ahora nos ha salido la señorita Begoña Gutiérrez, secretaria general de Podemos, que se ha desdicho asustada de unas primeras declaraciones contra la celebración de la Semana Santa sevillana. Más que torpeza y más que incultura. Necia provocación. Malísima leche.
Cuanto más creciditos están, más se equivocan. El contagio es posible, y nada extrañaría que los responsables de Podemos en Almonte decidan que los «ciudadanos y ciudadanas» –son así de cursis– voten en asamblea la conveniencia de seguir acogiendo en la ermita de la Blanca Paloma a las decenas de miles de peregrinos rocieros. Es posible que se vean obligados a salir por pies, a toda pastilla, perseguidos por los almonteños más escorados a la izquierda. Que una cosa es ser comunista y otra muy diferente repudiar a la Blanca Paloma.
La señorita Begoña, o doña Begoña, ha intentado rectificar, pero ya se le ha visto el plumero. Sevilla es la ciudad de la medida. Allí se mide todo, para bien y para mal. Es la ciudad del asombro y del buen gusto, el arte reunido y la luz. Todo eso ha convertido a los sevillanos en severos jueces de sí mismos. Y se juzgan todos los días, porque se consideran inmerecidos privilegiados por vivir en una de las ciudades más bellas del mundo. En el norte, los montañeses, asturianos, leoneses y palentinos llaman a los Picos de Europa «la Peña». Maravillosa chulería. En Sevilla, al Guadalquivir, ya navegable hasta encontrar a la mar en Sanlúcar, se le dice «el río». No hay otro río en el mundo que permita obviar su denominación. La fe de Sevilla es trianera, cruza el río, vuelve, y crece desmesuradamente generación tras generación. La Semana Santa de Sevilla no es una acumulación de sentimientos y devociones. Es un tratado de amor y melancolía. Una asignatura que sólo se saben de memoria los sevillanos. Ellos son los que han mantenido las seculares tradiciones de las cofradías, y nos ofrecen el prodigio limpio y sencillo, rico y barroco, a los que tenemos la suerte de estar ahí en esos días, noches y madrugadas milagrosas. Pero todo el año, las cofradías preparan el paseo sevillano y triste de la Pasión, del dolor de la Virgen, del sacrificio de Dios, enriquecidos de arte y esperanzas. Que vengan a estas alturas unos desgarramantas a intentar tirar cinco siglos de belleza y devoción al río es algo que no tolerarán jamás los sevillanos. Ni los enamorados de Sevilla, que somos todos los que hemos tenido la fortuna de visitarla con frecuencia.
Ha hecho bien en rectificar la señorita Begoña o Doña Begoña, pero ya es tarde. Sevilla ha medido ya su impostura y, lo que es peor, sus intenciones. Son gentes raras. Lamentan el ataque terrorista contra el «Charlie-Hebdo» al mismo tiempo que acuden en el País Vasco a las concentraciones a favor de criminales de la ETA. Son laicos contra la Iglesia, y profundamente partidarios de una religión inmersa en el Medievo que todavía no ha sabido interpretar a su profeta.
El Gran Poder y la Esperanza de Triana no necesitan interpretación alguna. Solo inspiran y transmiten amor, perdón, devoción y emoción. Y no olvidemos a los laicos cultos y sensibles, que a su paso experimentan la maravilla del arte culminado desde la profunda fe de los sevillanos.
Sevilla no se somete, señorita Begoña o Doña Begoña. Sevilla pasa elegantemente de sus necias propuestas, como el agua del río.
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