Cristina López Schlichting

Matar mil veces

En los tanatorios hay dos tipos de personas, las que quieren ver al difunto y las que prefieren no hacerlo. Confieso que me tranquiliza mucho visitar el cadáver. En primer lugar, porque compruebo que los muertos son inofensivos, y en segundo, porque son tan poca cosa que queda claro que el alma ha abandonado esa presencia y está necesariamente en otro lugar. Los cadáveres de mis amigos –Begoña, Juan Antonio, Belén– no eran sino meros cuerpos flojos, poco o nada que ver con ellos en realidad. Contemplarlos en sus ataúdes me facilitó dirigirme a ellos en el cielo. Las pesadillas o temores sobre muertos tienen mucho que ver con la falta de familiaridad con el fallecimiento de las personas. Desde los hospitales impersonales hasta los velorios en instituciones públicas, todo asegura que los hogares sean del todo ajenos a la muerte y, claro, luego la muerte nos inquieta exageradamente. Es curioso, pero poder homenajear y enterrar a nuestros difuntos no sólo no estorba, sino que ayuda a vivir. Por eso todos los pueblos han desarrollado liturgias funerarias complejas y períodos de duelo. Y por eso no quiero ni puedo imaginar el calvario de las familias de Publio Cordón o Marta del Castillo. No hay derecho, es injustificable impedir a una madre, una hija, un esposo, llorar el cuerpo de su ser querido. Es como si el luto no pudiera cerrarse, como si no pudiese emprenderse la paz resignada de saber que todos vamos al cielo, que esto no es más que el camino. El asesino de Marta, por ejemplo, la ha matado en realidad varias veces, bastantes más que el día que acabó con su joven vida. La mata cada vez que su madre añora llevarle unas flores a la tumba, todas las veces que su padre desearía decir una misa junto a sus restos. Es un matar incesante.