Cristina López Schlichting

Miguel Ríos

Hay tanto cantamañanas, que ya sólo me fío de los que han demostrado lo que valen. Y es curioso, se parecen entre sí. Da igual que se trate de cantantes como Julio Iglesias, pintores como Antonio López, roqueros como Miguel Ríos o escritores como José Jiménez Lozano. Tienen en común la humildad, la consideración hacia todos y una extraordinaria capacidad de trabajo. Repiten la historia del triunfador, del hombre que viniendo de abajo supera mil dificultades y llega a lo más alto. Esta semana he conocido a Miguel Ríos, que salió con una mano delante y otras detrás de su Granada natal y que tenía tanta hambre que se asombraba de que en ciertas fondas le dejasen la sopera en la mesa para que se sirviese cuanto quisiera. ¿Por qué tienen estas personas la convicción interna de que van a triunfar? ¿Qué rabia les mueve a arrostrar todas las dificultades? «Yo no tenía nada que perder», me explicó el rockero internacional. «Ésa fue la clave, no tener nada». De forma bellísima cuenta en sus memorias recién publicadas por Planeta cómo pasó de chico de los recados de los Almacenes Olmedo a artista jaleado por las multitudes en Asia, Estados Unidos o América del Sur. Y cómo, al cabo de una vida dando la vuelta al mundo, conociendo a líderes y presidentes, conquistando honores, llegó al mismo punto que todos los grandes: enorme apertura mental, relativización de la política y convicción de que la vida es vanidad. Miguel Ríos, el adalid de la izquierda, el cantante «de la ceja», el amigo de Ana Belén y Víctor Manuel, relataba ayer en Cope su decepción por el Felipe González, que apostó por la OTAN, por el Zapatero, «que era un tipo cálido y bienintencionado» pero que «la verdad, no tenía una gran talla política» y explicaba su dolor por la posible ruptura de la unidad de España «porque siempre he sido enemigo de las fronteras, me parece que el horizonte debe ser colaborar, trabajar con todos, abrirse al mundo entero». Finalmente hacía un juicio conmovedor sobre su jubilación de los escenarios, hace dos años: «Había perdido el hambre de ser el mejor y con ella, la arrogancia que impide a los artistas ser autocríticos. Había dejado de ser Narciso». Miguel Ríos asegura que el egocentrismo es imprescindible para una gran carrera, pero que, al final, uno comprende que no es centro de nada. Me recordó la sabia sentencia del Eclesiastés («Vanitas vanitatum omnia vanitas») y las ganas que le vinieron a Santo Tomás de quemar la obra que, al final de la vida, le parecía paja.