Ángela Vallvey

Mil o más

Cervantes, en vida, también fue un viajero. Cuando el cardenal Julio Acquaviva vino a Madrid en 1568 para dar el pésame a Felipe II, de parte del soberano pontífice, por la muerte de su hijo D. Carlos, Cervantes logró un empleo en la servidumbre del nuncio, y lo acompañó cuando éste regresó a Roma. Abandonó ese cargo en 1570, y los siguientes cinco años vivió una vida de soldado. En el combate naval de Lepanto (1571) perdió la mano izquierda, y se ganó el sobrenombre de «El manco de Lepanto». Continuó luchando contra los turcos hasta 1575, año en que partió de Nápoles a España por mar. Los piratas argelinos apresaron la flotilla y Cervantes, junto a su hermano Rodrigo y demás compañeros, fue conducido a Argel, donde permaneció cautivo cinco años. Durante aquel tiempo, su único consuelo fue la poesía. Redimido por 500 escudos, y ya de vuelta en Madrid (1582), después de hacer la campaña de Portugal a las órdenes del Duque de Alba, se dedicó de lleno a la literatura, abandonando la espada, que tan pobres resultados había ofrecido a su vida, por la pluma, que a la larga, como ya sabemos, le trajo mucha más cuenta, pero que a la corta tampoco le reportó ni un maravedí.

¿Por qué elegiría don Miguel La Mancha como escenario de las fatigas de los personajes de «El Quijote» pudiendo haber escogido algún otro de los muchos y muy exóticos lugares que conoció? Supongo que porque hay mil lugares de La Mancha que son bien hermosos. Y Cervantes era, sobre todo, un poeta. Además, por entonces el lugar debía ser el prototipo de sitio venido a menos: el escenario perfecto para un mangas como don Quijote, lleno de molinos, de molineros agobiados, de viejos hidalgos con la tripa barrida y de Sanchos.