Alfonso Ussía

Multitud de trescientos

Llevaban semanas animando y convocando a la manifestación republicana en los aledaños de los Juzgados de Palma durante la declaración de la Infanta Cristina. Los convocantes de la muchedumbre tricolor han perdido influencia o han reducido en los últimos meses sus círculos de amistades. Ni con la inestimable ayuda de las redes sociales consiguieron reunir a más de trescientos manifestantes, que sinceramente y sin ánimo de herir, es una birria. Trescientos manifestantes a la entrada de la Infanta y muchos menos a la salida. Eso, el sábado, los deportes en la televisión y demás enemigos de la Tercera República. Para colmo, la Infanta fue interrogada durante seis horas y permaneció en el edificio de los Juzgados ocho horas seguidas, tiempo más que suficiente para que algunos de los airados manifestantes, la mitad de ellos más o menos, tuvieran la suficiente capacidad reflexiva para llegar a la conclusión de que estaban haciendo el berzotas. Es decir, que la imparable ola republicana reunió en Palma a una multitud de trescientas personas, setecientas menos de las que acudieron en tiempos de la transición a la comida-homenaje a Mona Jiménez, y doscientas menos de las que acostumbraban a reunirse en «Mayte» para aplaudir con entusiasmo a los galardonados con la «T» de plata que concedía Titi Severino. Para que los lectores valoren la importancia de los premios de Titi Severino y de las tertulias de Mona Jiménez sobran y bastan dos referencias fundamentales. Uno de los premiados con la «T» de plata fue el ministro Cotorruelo Sendagorta, y a las famosas «Lentejas de Mona» acudió con asiduidad el secretario de la embajada de Chechenia en España, Vassili Afanasiev.

La Infanta llegó tranquila y sonriente y se marchó sonriente y cansada. Seis horas de interrogatorio abruman a cualquiera. El sector periodístico que milita en el «Comando anti-Infanta» ha sufrido una pequeña decepción. No hubo lágrimas ni vahídos Reales. Entre los periodistas apostados en la puerta de los Juzgados y los que habían alquilado pisos y locales doblaban el número a los manifestantes tricolores. Si a los periodistas, reporteros gráficos y enviados especiales de los programas del corazón se suman los policías desplegados para garantizar la integridad de la Infanta, se concluye que la muchedumbre estaba compuesta de periodistas y policías, no de manifestantes partidarios de la efímera grímpola de la Segunda República, ya que la Primera respetó los colores de la Bandera de España que diseñó para su Armada Carlos III con la ayuda de su ministro Valdés. La tricolor, en la que se sustituyó la franja inferior roja por la morada que representaba a Castilla, y que hoy supondría un agravio comparativo autonómico. Porque el mismo derecho que Castilla para imponer el morado, lo tendrían Galicia con el azul celeste, Asturias con su azul más vivo, Santander con el blanco, el País Vasco con el verde, Extremadura con el negro, y Andalucía, Castilla y León, Castilla-La Mancha, Valencia, Cataluña, Aragón, Baleares, La Rioja, Navarra, Murcia, Ceuta y Melilla con sus especiales características cromáticas. Es decir, que de darse de nuevo la desgracia de una Tercera República, la bandera republicana tendría tantos colores que no podrían llevarlos entre los trescientos ardientes manifestantes de Palma.

Se pide en algún editorial la renuncia de la Infanta. Me pregunto, si en el caso de que fuera desimputada, tal renuncia es aconsejable. Más lógico sería, de darse tal situación, que renunciaran algunos de los miembros del «Comando» que han condenado a una mujer con anterioridad a ser juzgada. Y a la multitud de trescientas personas, mi más cordial enhorabuena.