José Jiménez Lozano

Nada que conmemorar

Jean Sevillia escribía el mismo año de la conmemoración bicentenaria de la Revolución Francesa, que era es más que problemático que fuera a haber otra celebración centenaria más de ese acontecimiento y de las libertades políticas en Europa, porque éstas no significarán ya nada. Y esta advertencia es más o menos de la misma naturaleza que la decisión que tomaron los redactores de la Constitución prevista hace unos años para Europa y que no fue aceptada por varios países, aunque en España se aprobó porque se machacó por tierra mar y aire que era lo que había que hacer para que nos siguieran considerando magnánimamente como merecedores de ser europeos, y así se hizo. Y en esa Constitución, como no había que herir susceptibilidades de los pensamientos débiles, se daba el adiós a la historia y no se mentaba para nada el peso judeo-cristiano, ni la herencia de Grecia y Roma. Ni la del racionalismo del XVII, y es más que probable que, para otro intento de Constitución de la Europa de los políticos, ya ni se retenga en la memoria todo esto, ni tampoco los derechos y libertades a los que se refería Monsieur Jean Sevillia. El simple hecho del lenguaje políticamente correcto, la conversión en la Ley y los profetas de la libertad de expresión, según y cómo, o las ideologías de género ya están rematando todo ese pasado o trasvistiéndolo con resultados cada día más parecidos a las perversiones totalitarias Pongamos por caso, llamando democracia a una realidad política en la que no hay división de poderes.

Los principios operantes a todo efecto expresados por los estereotipos del tiempo, que son los que conforman lo políticamente correcto, proponen como única solución para la tolerancia y la convivencia la pura disolución del yo. Esto es, renunciar a ser lo que es cada quien y cada cual es y que «el otro» también lo haga, y entonces se acabará toda diferencia y toda conflictividad, porque lleva consigo la liquidación y la asepsia de todo aquello que pudiera pretender alguna significación, porque, en realidad ya no se trata de convivir, sino de vivir unos junto a otros, como cosa añadida a cosa, ganado de granja añadido a ganado de granja. Tal sería la única posibilidad de tolerancia y convivencia, y evitación de la conflictividad. El pensamiento, el arte, y la escritura deben ser higienizados como puras formas, y, así las cosas, los rastros de la vieja cultura no deben ser percibidos, y esto desde el saber primario hasta las realidades más profundas que nos han hecho lo que somos y como somos, y, por lo visto, debemos olvidar y ridiculizar y hasta odiar, porque eso es lo que ha hecho que nuestra cultura haya sido puramente depredadora, y resultar despreciable. Y de ahí a la canonización de la ignorancia o de una destrucción del saber por la banalidad y sus distintas «performances» no había un gran paso, y también lo hemos dado.

E inevitablemente ocurrirá esto mismo con las libertades públicas y los derechos de la persona humana: ésta quedará vacía de aquéllos, aunque la nada en que consistirán seguirán llevando estos nombres durante el tiempo en que todavía sean una retórica rentable.

Pienso entonces que no se está muy descaminado si se piensa que, como en el viejo mito griego, que, por cierto, recontó a un amigo un camarero de Atenas cuando aquél le preguntó que le parecía lo de Europa, diciéndole que ésta hace ya tiempo que había desaparecido, montada a lomos del toro blanco, y nada más se sabe. Y si acaso fuese cierto que cada día huye más lejos de su historia, convencida de que la memoria de ésta y las cuestiones de la verdad y del pensar sólo han traído desdichas, que ya no habrá nada que conmemorar ciertamente, y la Revolución Francesa irá a la fosa común con el Sacro Imperio Romano-germánico, y la Navidad. Porque seguramente con el Hallowen de las cabezas huecas nos será más que suficiente.