Ángela Vallvey

Necedad

La Razón
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Sale de prisión una de las etarras más «emblemáticas» de los «años de plomo», cuando el terrorismo «crecía» según el número de asesinados: cuantos más eran, más importantes se hacían los asesinos, que ascendían en el escalafón del terror profesional con medallas de sangre inocente. El nombre de la presidiaria, que mató a 21 personas decentes y buenas, su apodo intimidante, ya no importan. Mejor olvidarlos. El mote con que era conocida denotaba una fascinación oscura y repugnante hacia su facilidad para apretar el gatillo y su apariencia física de «devorahombres» (el apelativo no es mío, por supuesto; tenía fama de «seductora», según decían). Era joven cuando cometió sus más terribles violencias, a su supuesta belleza se sumaba la juventud, y su alma ennegrecida aún no había tenido tiempo de salir hacia fuera y mostrar la verdadera cara, el rostro del mal. Su nombre y su recuerdo no importan, digo, pero sus hechos sí pesan mucho, y lo seguirán haciendo, en la memoria colectiva, porque sus víctimas no deben ser olvidadas jamás. Por los años en que esta mujer mataba guardia civiles «sin pensar», la vida valía menos que cero para ella y sus correligionarios, que apuntaban a la nuca, ponían la bomba, se bañaban en sangre inocente... y seguían a sus cosas, sin que les molestase nada la conciencia, que debían tener más sucia que el fondo de sus ojos, del alma. La banalidad de aquel mal aún inflige su dolor al cuerpo vivo de la sociedad. Se ha hablado y escrito mucho sobre ello, aunque solo ahora, después de que el tiempo haya ejercido de lenitivo, se puede analizar con cierta mesura el fenómeno. El crimen social, la locura, la bajeza... Pero se ha dicho poco, o nada, de la histórica necedad que supuso el fenómeno terrorista etarra: con su sangrienta idea fija, el desatino de su estrategia criminal, la pamplina ideológica, la ignorancia rampante que se ocultaba, como una semilla podrida, en el centro de una doctrina rancia, ridícula..., de la estulticia demente que empujó, y condenó al crimen, la marginación, la cárcel y el desperdicio vital –además de la pérdida preciosa de las pobres víctimas– a jóvenes estólidos como esta mujer que hoy disfruta (arrepentida, dice) de un mundo que hemos podido construir pese a la aberrante y cruel inopia de tantos asesinos. Y de una libertad que permite, incluso, que haya paz para los malvados.