José María Marco
Nihilistas
El siglo XX, hasta los años sesenta y setenta, fue el siglo de lo que Eric Voegelin, gran pensador perseguido sañudamente por los nazis, llamó las «religiones políticas». Son dos, el socialismo y el nacionalismo. Aunque poco tienen que ver la una con la otra, ambas parten de un movimiento común que transfiere lo sagrado de la esfera de lo trascendente a la realidad mundana, histórica y social, y promete por tanto lo que las religiones dejan para el Más Allá: el paraíso inmediato, al alcance de la mano, aquí mismo. Para acabar con el nacionalismo, fueron necesarias dos guerras mundiales y decenas de millones de muertos. Para hacerlo con el socialismo, las sociedades, en particular las occidentales, tuvieron que proceder a una nueva secularización que les llevó, en torno a 1970, a perder la fe, también la fe en los paraísos comunistas.
Moral y psicológicamente, los oficiantes de las dos religiones políticas se parecen en algo. Y es que no hay término medio entre los fanáticos y los cínicos. De hecho, también las dos parten de la constatación de que el mundo ha dejado de tener sentido. Las religiones políticas vienen a llenar ese vacío, el fondo de la nada de la que las dos se nutren. Tampoco son raros los casos de gente al mismo tiempo fanática y nihilista. Los intelectuales comunistas, tan brillantes y tan inmorales, tan inhumanos –como Bertolt Brecht o Anthony Blunt, pero hay muchos otros– son un buen ejemplo de este nihilismo radical. (Que sigue poblando, dicho sea de paso, las dependencias de la cultura oficial.)
La crisis, es decir el profundo cambio de modelo social, cultural y económico que estamos viviendo, ha traído aparejado el retorno de estas religiones. Era de esperar. Con ellas han vuelto los profetas y los sacerdotes... que ponen en escena otra vez el gran auto de la salvación por la fe, la fe nihilista. Habrá quien se divierta recordando que la historia, cuando vuelve, lo hace en modo paródico. Es así en parte: de «El Príncipe» y «La cuestión judía», hemos pasado a «El Rey León» y a «Juego de tronos», de la estación de Finlandia a Rivas, de Brecht a Monedero. Aun así, conviene no tomárselos del todo en broma. Sólo el tiempo y la salvaje dimensión del drama desencadenado en el siglo XX otorgan apariencia de grandeza a la histeria y la cochambre –además del nihilismo– que siempre fueron lo propio de las religiones políticas, incluso en sus momentos de mayor esplendor.
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