Alfonso Ussía

Niña cabalgando un cisne

La vehemente mujer, ardiente franquista, no tuvo reparos en reconocerlo en público: «Cuando veo al Caudillo, lo que me sale del alma es gritarle: ¡Guapo!». Apagón durante un Consejo de Ministros en el gran salón del Palacio del Pardo. Donde menos se espera, saltan los plomos. Surge, melodiosa y cantarina la voz del ministro Solís: «No importa, porque la luz emana de Vuestra Excelencia». Franco, con su ceceo habitual no agradece el cumplido: «Zolíz, déjeze de majaderíaz y ocúpeze de que arreglen la luz inmediatamente».

Creo que fue el poeta Federico de Urrutia el que afirmó que «Franco no manda en España. La acaricia». Ya se sabe que el poder omnímodo es una fábrica de zalemas, lisonjas y cursilerías ajenas a la voluntad del poderoso.

Agonizaba Hugo Chávez. Luchaba por agarrarse a la vida. En el fondo, se figuraba su cansancio de cadáver, de un lado a otro de Venezuela, más de treinta días en el ataúd con más tute que el baúl de doña Concha Piquer. Poco se sabía en España en aquellos días de la existencia de Monedero, que acompañó en Caracas a su tirano preferido durante su agonía. Monedero no parece un sentimental, pero lo es. Hay un poeta en su alma, como lo había en la de Federico de Urrutia. Don Ramón del Valle Inclán acudía siempre a los estrenos de los dramas de Echegaray para cargárselos. En una de sus obras, dos hombres hablan de una mujer, y uno de ellos dice: «Su piel es de seda, pero su corazón de acero». Y Valle Inclán se incorporó de su butaca y gritó: «¡Eso no es una mujer, eso es un paraguas!». Monedero es al revés. Parece de acero, pero su sensibilidad escondida es pura seda. He leído con emoción el escrito que firmó mientras Chávez se despedía de la vida.

«He amanecido con un Orinoco triste paseándose por mis ojos. Querer a Chávez nos hace tan humanos, tan fuertes... Chávez es la señora que limpia. Chávez es el señor que vende periódicos a la entrada del Metro. Chávez es la empleada de la tienda. Chávez, el vendedor de helados. Chávez es de la abuela que ahora ve y de la que ahora tiene vivienda. Chávez es la esquina caliente de Caracas, y de la lonja de pescadores de Choroní. Chávez de la poesía rescatada, de los negros rescatados, de los indios rescatados. Chávez, de lo que hoy es posible en América y que hace veinte años era imposible. He amanecido con un Orinoco triste paseándose por mis ojos, y no se me quita. Aguanta, aguanta para ayudarnos a quitarnos este miedo de la soledad de cien años. Aguanta, Presidente, aguanta».

Pero no aguantó.

Nadie puede poner en duda la sensibilidad y lealtad de Monedero con el líder bolivariano. Un hombre con esa dulzura en su ánimo está obligado a pulir sus textos. De golpe, aunque no haya sido su intención, sus lágrimas son cursis. Los ríos fluyen o discurren, pero no pasean, y menos aún, por los ojos. No es metáfora acertada. De haber escrito «he amanecido con un Orinoco triste fluyendo por mis ojos», nadie le hubiera disputado el próximo Nacional de Literatura. Y está bien que Chávez sea la señora que limpia, el vendedor de periódicos, la empleada de la tienda – en la actualidad una profesión absurda porque tengo entendido que no hay productos para vender–, el vendedor de helados y la abuela. Pero nada dice, y lo siento, del que busca un mendrugo de pan y no lo encuentra, de quien, por higiene personal, sueña con un rollo de papel higiénico que no se halla, de quienes padecen en la cárcel la tortura de una prisión arbitraria por no coincidir con los ideales del difunto y de su sucesor. También en los ojos de ellos fluye o discurre un Orinoco triste en todos los amaneceres. Nada más triste que despertar con las rejas como único horizonte a sabiendas de que allí fuera, canta el agua del Orinoco y la fuerza del Caroní.

Muy sentido el texto de Monedero. En conjunto, dicho sea con el mayor de los respetos literarios, más cursi que la figura de porcelana «Niña cabalgando sobre un cisne» de Lladró.