Joaquín Marco

No es eso, no es eso

La Razón
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La llamada «crisis» griega ha sido el mayor problema con el que ha debido enfrentarse la Unión Europea y la Eurozona desde su constitución. Se ha conseguido salvar el euro, pero el precio que habrá que pagarse por ello no puede medirse solo por los 86.000 millones de euros que supondrá el tercer rescate. Quienes peinan canas recordarán con cierta nostalgia la novela de Nikos Kazantzakis, «Zorba, el griego», publicada ya en 1946, y en especial su famosa versión al cine en 1964 con el mismo título, dirigida por Michael Cacoyannis e interpretada por figuras como Anthony Quinn, Alan Bates, Lila Kedrova e Irene Papas. Pero, tal vez, resuene todavía en sus oídos la música de Mikis Theodorakis y aquel baile popular de los dos protagonistas masculinos. El argumento era sencillo. Un joven inglés decide hacerse cargo de una mina de lignito que ha recibido como herencia en la isla de Creta. Para ello contará con la ayuda de un nativo (Anthony Quinn) que viene a representar la sabiduría popular frente a las ideas preconcebidas del civilizado Alan Bates. El deslumbramiento que significarán, con sus contrastes, la vida y la libertad del pueblo griego permiten adentrarse en los viejos tópicos de lo ético y auténtico. Posiblemente aquel filme fomentó el turismo en las islas, pero sirvió también para consolidar la imagen de un país mediterráneo en el que la fiesta y la pillería formaban parte de su natural esencia. Aquella imagen literaria se mantiene todavía en algunas zonas de la Europa del Norte.

No es de extrañar, por tanto, que la eurozona conservadora observara casi con incredulidad el triunfo de una extraña amalgama de grupos que se autocalificaban de izquierda, Syriza, en el seno de un club de naciones mayoritariamente conservadoras. La población griega, sin embargo, cargaba ya con dos rescates a sus espaldas, ambos controlados con el aparente rigor y la absoluta ineficacia de la llamada troika. Los negociadores helenos del que ha de ser el tercero llegaron a las interminables reuniones de Bruselas cargados con una maleta llena de orgullo, teorías y buenas intenciones, además de una observación que procedía de la experiencia de un pueblo que, pese a seguir las indicaciones de sus acreedores, no sólo no había logrado superar su deuda, sino que la había multiplicado. Si quienes antes debían controlar el cumplimiento de sus obligaciones no habían dado la señal de alarma es que los mecanismos de control de los rescates no funcionaron. Nada permite suponer que, tras el nuevo, las cosas vayan a cambiar y ello constituye no sólo el fracaso de los ideólogos de Syriza y de sus representantes en la negociación, sino que ya se anuncia para dentro de dos años una deuda que superará el 200%. En verdad a casi nadie interesaba que Grecia abandonara el euro, salvo al ministro alemán Schäuble y otros que le acompañaron. Con esta ventaja creía Tsipras que, añadiéndole un referéndum y el aplastante «no», iba a torcer el brazo de los alemanes y sus aliados. Pero ni Alemania ni el resto de los países podían permitirse el éxito del desplante griego por un calculado riesgo de contagio. Quienes poseen el poder del dinero no van a cederlo fácilmente y los negociadores griegos fueron culpables de una ingenuidad que ningún político puede permitirse. Haber sido derrotado supone quebrar la fragilidad del gobierno que ha de contar con los partidos tradicionales y dividir una formación como Syriza, que tenía mucho de experimento social y escaso realismo político. Antes de las votaciones parlamentarias Tsipras aseguraba no creer en el tratado firmado y ponía ya en duda la continuidad del actual gobierno y hasta la suya propia. Si los conservadores griegos falsearon las cuentas al formalizar la entrada de Grecia en el euro, los socialistas les siguieron el juego y las instituciones europeas miraron hacia otro lado ¿qué confianza puede tener la población en sus políticos, formen o no un gobierno de salvación, y en la Europa modernizadora que les subyugó?

Hubieran debido mantener el espíritu de Zorba, porque su entrada en el euro puede entenderse como el pecado que habrán de expiar sucesivas generaciones. Las estructuras económicas del país no estaban aún preparadas para recibir el impacto que suponía la competitividad no sólo de Europa sino una globalización comercial que ahora avanza a pasos acelerados. El ejemplo de Grecia afectará también al prestigio de Europa. En el interior de la zona euro no faltan ya los países que dudan de la eficacia de seguir unidos, salvo aquellas fuerzas económicas que se plantean ahora mismo firmar el acuerdo de libre comercio con EE UU. La claudicación de Tsipras, forzado a aceptar las condiciones más extremas para el nuevo rescate, fortalecerá sin duda el nacionalismo griego y a aquellas fuerzas, como Amanecer Dorado, que nunca hubiéramos creído que podían surgir en un país que se precia de haber luchado contra el nazismo. Tampoco será buena la resignación, pese a las huelgas y manifestaciones que ya se han producido, de una ciudadanía golpeada una y otra vez por las crisis y convertida en un laboratorio social. Aquella alegría connatural en Zorba desapareció antes del «corralito» y ha dejado en el país un futuro sin horizontes. No era lo que se esperaba de la Europa del Bienestar. Grecia pierde, pero Europa entra en un túnel donde impera tan sólo la moneda. El Parlamento español votará su contribución económica al rescate, un símbolo innecesario. El fracaso de Tsipras, fruto de un cúmulo de errores, es considerado también por los griegos como una humillación nacional. Los valores de Zorba eran la dignidad y el orgullo. La cuna de la filosofía cayó de nuevo en la trampa. Europa no es eso, no puede ser eso.