Luis Alejandre
¡No podemos!
Ahora que el verbo poder está tan en boga, ya sea en su versión española como en lengua inglesa, siento la necesidad de anteponer un decidido «no» a circunstancias y momentos que nos toca vivir hoy. Quería dedicar esta Tribuna a un español de excepción, Bernardo Gálvez, bien apoyado en el estimulante apoyo de uno de sus descendientes, el general Luis Carvajal Raggio. Debo dejarlo para mejor ocasión, cambiando unas reflexiones ricas en historia y patriotismo por otras mas preocupantes. Pero no puedo hacer otra cosa.
Porque podemos pasar por admitir un Estado de Derecho de maquinaria lenta, burocratizada, farragosa, tardona, desesperadamente tardona, pero fundamentada en leyes, generosa en garantías individuales, reglamentada en una Constitución que nos dimos todos los españoles. Pero hay algo por lo que no podemos pasar. Lo clamaba, lo gritaba con dolor hace unos días, Consuelo, la hermana de Gregorio Ordóñez, asesinado por ETA: «El mayor agente violento de nuestra historia reciente son los más de 800 asesinatos de ETA y los más de 300 interrogantes». Se refería a los 315 atentados mortales de la banda asesina aún sin resolver, que,como muy bien recogía un «puntazo» en estas mismas páginas, «acumulan olvido en algún rincón de la memoria del edificio judicial, entre prescripciones, fallos parciales contra colaboradores o diligencias narcotizadas por el tiempo». Indiscutible baldón para nuestro Estado de Derecho.
Y no serían nada estas más de 300 impunidades si no viviésemos excarcelaciones difíciles de comprender, pero sobre todo homenajes públicos o tratamiento de héroes a excarcelados, lo que constituye un insulto a las familias y amigos que han guardado con dignidad su dolor y su sacrificio. No podemos admitir que Teresa Díaz Bada, hija del teniente coronel y Ertzaintza Carlos Díaz Arcocha asesinado por ETA, nos diga: «No mereció la pena que mi padre diera la vida por este país». ¿Como podemos decirle, que queríamos a su padre y que nos duele su decepción? Ya tragamos en un momento en que lo «políticamente correcto» era sacar a los muertos con nocturnidad y por las puertas traseras de los cuarteles. No puedo compartir la forma en que un 23 de febrero de 1981 el teniente coronel Tejero, con larguísima experiencia en la lucha contra ETA, quiso resolver su queja contra este Estado de Derecho por lo que vivía día a día, obligado a enterrar a sus guardias civiles en silencio para no provocar –¿a quién?– ; a soportar jueces amedrentados que alargaban procedimientos, con miedo a cierta prensa y a unos comprometidos abogados defensores. Cómo nos extraña ahora que se hayan sobreseído 156 procedimientos y que otros tantos lleven el mismo camino? No podemos admitirlo pasados más de treinta años, cerrando sumarios igualmente «en silencio y por la puerta trasera».
La Asociación Dignidad y Justicia, que preside Daniel Portero, que lucha para que el sacrificio de tanta gente no quede en el olvido, ha denunciado el archivo de 47 asesinatos cuyos procedimientos se iniciaron en juzgados de Navarra y el País Vasco, de los cuales seis fueron expurgados, es decir, han desaparecido.
No podemos admitir que fallos de nuestras audiencias, interpretando con urgencia normativas europeas, conviertan cientos de años de condena en reducidas décadas. Tan incongruente es leer sentencias de cientos –hasta miles– de años como luego saber en qué forma se liquidan. Y cuando con esfuerzo intento meterme en la piel de los excarcelados, comprendiendo o intentando comprender que dos o tres décadas de cárcel son duras, pienso que más duras han sido las condiciones para más de 800 españoles asesinados y sus familias. Los primeros –engañados o no– eligieron libremente el camino de la bomba lapa, el tiro en la nuca o la carga con explosivos y tornillería en Hipercor o en una casa cuartel de la Guardia Civil. Los segundos –Rentería, Vich, Zaragoza, Burgos, Plaza República Dominicana, Leiza– no lo eligieron voluntariamente. Sólo les pido a los primeros que no hagan ostentación de sus crímenes cuando intuyo que a más de un familiar o amigo se le pasa por la cabeza el tomarse la justicia por su mano. En resumen, no podemos dejar que unos asesinos se nos presenten como victoriosos ante el Estado de Derecho.
Y aunque hayamos llegado a un peligroso estado de ingravidez social en el que todo vale, todo se justifica, nada compromete y obliga, en que la víscera sustituye frecuentemente a la inteligencia, no podemos admitir que dos formaciones políticas –la más reciente le da tratamiento de «casta» a la otra– rivalicen sobre quién fue capaz de movilizar parte importante de la opinión pública días antes de las elecciones del 14 de marzo de 2004. Es decir que, olvidándose del dolor y sacrificio de centenares de compatriotas, de lo único que presumen –y se disputan el mérito– es de haber manoseado un proceso electoral, dirigido a conseguir el poder.
No podemos –querido lector– seguir así.
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