Ángela Vallvey

Ofensas

La Razón
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Descartes era un tipo interesante. Fue un niño feúcho y preguntón que no dejó de estudiar y escribir, gustaba de la vida retirada y miraba el mundo con una curiosidad divertida, amorosa y escéptica. Gozaba de los libros, la buena mesa y las mujeres con cabeza (no solamente con rostro bello). Tenía buen carácter, era apacible y prudente, y carecía de rencor.

Entonces los monarcas –sobre todo los septentrionales, los nórdicos, que invariablemente han estado más cerca de «la calle» que los meridionales–, cuando se ponía de moda un filósofo lo llamaban a su lado, porque les divertía más un erudito que un bufón tiralevitas (que solía, y suele todavía, ser más apreciado en el sur). A René lo llamó Cristina de Suecia, que fue una reina que tenía más dedos de frente que de corona (quizá por eso abdicó), una aristócrata intelectual y algo rarita que instaló al filósofo en unos amplios aposentos de su palacio. Dicen que una noche gélida y norteña, bien entrada la madrugada, Cristina llamó a Descartes, que estaba en el séptimo sueño, con una urgencia filosófica. Don René, mal abrigado por aquellos pasillos vikingos, agarró un pasmo que acabó en pulmonía, y murió de repente. Tenía 53 años. Quizá Cristina, mientras le dijo adiós, recordó sus palabras: la alegría que nace del bien es seria, mientras que la que nace del mal va acompañada de risas y burlas. Con frecuencia una alegría improvisada vale más que una tristeza cuya causa es verdadera. Sepamos, pues, improvisar nuestra alegría. Descartes era un sabio que usufructuó la sabiduría de su intelecto, aplicándola a su vida diaria: cuando le preguntaban por qué no se vengaba de sus enemigos, respondía: «Si alguien me ofende, lo que hago es elevar mi alma hasta una altura tal que la ofensa no consiga alcanzarla».