Luis Suárez
Operación Félix o Isabella
En medio de un conflicto oscuro, porque tras él se esconden operaciones ilegales que a muchos países causan daño, estamos conmemorando el tercer centenario de aquel Tratado de Utrecht que legalizaba un curioso latrocinio. Pues los ingleses no habían llegado a Gibraltar con nombre propio sino como los defensores de la elevación al trono de España de un pretendiente, Carlos de Habsburgo que, al final no pudo ganar la guerra de Sucesión porque sus deberes le condujeron a Viena para ser emperador. La primera trampa consistió en expulsar de la base militar a la población española, obligándola a asentarse en la Línea de la Concepción y sustituyéndola con otra que tampoco era británica. La segunda fue el Tratado de Utrecht, por el que España cedía el uso de la Roca pero con condición de que nunca sería transmitida a otro país, salvo España, legítima propietaria. Tan sólo en una ocasión, reinando Carlos III, España recurrió a las armas baterías flotantes para recobrarla, y fracasó. Durante estos trescientos años todos los gobiernos, sin excepción alguna, han reclamado la devolución de esa tierra asociada al amargo recuerdo, muy lejano, de la pisada de al-Tariq y sus sarracenos. Siempre negociaciones oscuras iban ampliando el engaño. Por ejemplo: el suelo del aeropuerto fue ocupado por los ingleses desbordando los límites de la base. Inglaterra, elevada al rango de primera potencia, despreció siempre las demandas; a fin de cuentas España era una potencia de tercera fila. Pero en junio de 1940, al producirse la caída de Francia y el aislamiento británico, la Wehrmacht alemana ideó un plan para la conquista de Gibraltar, al que llamaba «operacion Félix»: en resumen, un ataque desde el territorio español. Y comenzaron las presiones sobre España para que se decidiera a entrar en guerra. Incluso se fabricó una cancioncilla que los muchachos de camisa azul entonaban, refiriéndose a la Roca como «tierra amada de todo español». Para ello se hicieron, entre octubre de 1940 y marzo de 1941, presiones muy serias, ya que era necesario que España se mezclara en la guerra. En otro artículo ya he referido de qué modo Franco se negó, utilizando una expresión que no deberíamos olvidar nunca: «Gibraltar no vale ni la sangre de un solo soldado español».
Los alemanes prepararon otra alternativa, «operación Isabella», que consistía en lanzar un desembarco aéreo, sin tener que emplear suelo español. En los Alpes jurásicos se adiestraron paracaidistas de un nivel extraordinario. No era un sueño. Fueron ellos los que conquistaron Creta burlando las precauciones británicas. De modo que la decisión española de no entrar en liza resultó crucial para los ingleses. Y así lo reconoció Churchill en discursos ante la Cámara de los Comunes y en cartas al presidente Roosevelt. De ahí que un día, en conversación confidencial, prometiera al duque de Alba, excelente embajador y descendiente de los Estuardos, que al término de la guerra se abrirían las necesarias negociaciones para un entendimiento. Esto no se cumplió. Al final de la guerra, Mambrú no estaba en ella y el franquismo estaba siendo denunciado por las democracias. Sin embargo, la guerra demostró otro de los aspectos esenciales de este esquema: Gibraltar necesita de España para poder llevar una vida normal y no ser una guarida de contrabandistas de diverso oficio. En enero de 1942, el embajador en Madrid, sir Samuel Hoare, hizo expresamente una visita para comprobarlo. La gran base se sostenía gracias a que los trabajadores continuaban acudiendo en gran número desde la Línea y a que barcos con la bandera española burlaban el bloqueo alemán llevando provisiones. Uno de ellos, el «Badalona», pese a las suplicas del patrón, fue hundido por un submarino alemán que dio tiempo tan sólo para que se gritase «hombre al agua». Si las relaciones no son correctas, el daño que a España se produce es indudablemente grande. De ahí que el Gobierno actual esté cargado de razón al exigir que las relaciones se normalicen dentro del Derecho que todos los países democráticos acatan. Gibraltar ya no es una base militar sino algo muy diferente, y las irregularidades en que incurre para sobrevivir, se contagian, como una enfermedad, a las zonas inmediatas. El contra bando y el dinero negro necesitan siempre de colaboradores y éstos nunca faltan. Problema difícil de resolver.
Partiendo de la Carta del Atlántico que Roosevelt y Churchill convinieran en 1942 como un medio de afrontar los peligros del totalitarismo soviético, que iba a tomar la herencia del hitleriano, las Naciones Unidas, desde 1959 aprobaron un programa que debía llevar a la supresión de la colonización. Fue éste empleado en el mundo entero, aunque las grandes potencias económicas se las han arreglado para mantener ciertos pequeños lugares. Cuando Castiella, que había estudiado a fondo el problema y contribuido a las decisiones tomadas durante la guerra, asumió la cartera de Asuntos Exteriores, decidió presentar la cuestión ante la ONU invocando, como base legal indiscutible, las cláusulas del Tratado de Utrecht. Y la gran asamblea, tras un corto debate, acordó que España e Inglaterra debían negociar la descolonización de Gibraltar.
Entonces el Reino Unido ejecutó la tercera trampa: decir que Gibraltar no era colonia y que sus habitantes, no los expulsados casi trescientos años antes, tenían derecho a decidir por sí mismos. Algo que desde luego no se aplicó en otras colonias. Y de este modo el acuerdo de la ONU fue burlado. Hasta hoy. Hemos llegado ahora a esa especie de punto final en el que las autoridades gibraltareñas respetan ese principio absoluto de la libertad de los mares. Ganan tierras al mar y protestan cuando las autoridades españolas intentan impedir la fraudulenta entrada y salida de mercancías o de dinero. Pese a todo, hay que hacer, siempre, la misma recomendación: negociar entre los dos titulares del Tratado de Utrecht, Inglaterra y España, y no dejarse arrastrar por los intereses mezquinos de autoridades locales. No podemos dañar a Europa sin dañarnos a nosotros mismos.
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