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Ovejas asesinadas

La Razón
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Leo Harlem comentó el sábado en mi programa de Cope que en España decir «mascota» puede ser un problema. Hay entre el público quien lo considera término degradante para los animales. Hace una semana unos lobos se comieron unas ovejas y los informativos de una tele hablaban de las indemnizaciones a los ganaderos. Les aseguro que parecía una crónica terrorista. La periodista –era una mujer, lo siento– se refería a las ovejas «fallecidas» y «asesinadas». El Diccionario panhispánico de dudas de la RAE aclara que «fallecer» sólo se usa con sujeto de persona. Igualmente, «asesinar» requiere premeditación o alevosía y los pobres lobos carecen de raciocinio para ello. Supongo que a la redactora le movió la conmiseración hacia el ganado lanar, tan mono, pero me temo que unos y otras sólo cumplían con las leyes de Darwin. Las ovejas murieron por un ataque de los lobos, que hicieron muy bien porque para eso han nacido.

Esto del animalismo nos está volviendo tontos. La diferencia entre un animalista y uno que ama los animales no estriba en el grado de afecto o consideración a los bichos, sino en la moral. El animalista sostiene que un niño es un cachorro de hombre y que todos los cachorros son idénticos en dignidad. Los que nos limitamos a amar a los animales sostenemos que el hombre es superior a las bestias. Que la dignidad de un ser humano no estriba en su inteligencia, su destreza, su salud, ni siquiera su bondad, sino en su identidad personal. Da igual que la persona sea tetrapléjica o mediopensionista, con parálisis cerebral o premio Nobel, es indiferente incluso que sea buena o mala. En todos los casos merece respeto mayor que una lagartija, un toro o una oveja.

El relativismo, sin embargo, ha engullido conceptos tan básicos. Al hombre moderno cada vez le cuesta más encontrar razones para sostener la superioridad humana. Así que hemos llegado al extremo de que una señora le desee la muerte a un niño enfermo de cáncer porque sueña con ser torero. «Que se muera, que se muera ya –rezaba el tuit de doña Aizpea Etxezarraga– Un niño enfermo que quiere curarse para matar a herbívoros inocentes y sanos que también quieren vivir. Anda yaaaa! Adrián, vas a morir». Podría parecer que a doña Aizpea se le ha ido la mano en un brote de amor taurino, pero no es nada de eso. Es un principio moral –amoral, más bien– el que le hace equiparar a un cachorro humano con un torito. Doña Aizpea no sabe que los herbívoros no pueden ser inocentes ni culpables, porque carecen de libertad. Son, simplemente, animales. Dotados de inteligencia rudimentaria, instinto y vida. Punto. Tan evidente distinción ya se ha perdido en amplios sectores sociales. No son, ojo, sectores más amantes de los animales, no es verdad. Son sólo conjuntos de personas con otros presupuestos antropológicos. Gente capaz de anteponer un toro a un niño. ¿Quién dijo que la Filosofía no era necesaria en la enseñanza?