María José Navarro

Penn

La Razón
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Dado que soy una persona que, si estuviera en el Congreso de los Diputados, recibiría críticas desde las tertulias, voy a hablar de un actor del que me gustaría que me diera una alegría, que es la de que se lavara el pelo. Y no es otro que Sean Penn. Y me bajo a este nivel, el de criticar desde mi perspectiva estética a la gente para poder emitir un juicio político del supuesto sucio, para ajustarme a los comentarios de los expertos de moda. Venga, que ya estoy en el nivelito. Sean Penn, además de tener el cabello graso y de desentenderse de la higiene mínima obligatoria, se ha ido a entrevistar a un narco. Se ha ido a entrevistar a un delincuente de los peores del mundo, ojo, pero la entrevista, o lo que sea, se la publica la revista «Rolling Stone». Claro, el determinante de que te lo publique una revista con un punto de malota ya se supone que te lo certifica, pero lo que ha hecho este actor maravilloso es cagarla. Porque Sean Penn puede que no tenga el pelo brillante y sedoso, pero nos ha dado tantas buenas tardes con sus interpretaciones que me parece una putada que no se haga un favor a sí mismo. Sean Penn, aparte de defender causas que le son alejadas, se mete en las consecuencias de un terremoto, de una dictadura, de un conflicto entre dos países que pueden arreglárselas, si quieren, perfectamente sin él, y decidió ir a beber tequila con un asesino que putea a los periodistas de la zona a los que no llega Sean Penn ni al cerco que marca un calcetín Moya. Porque, en el fondo, no es más que una estrellita creyéndose por encima de la gente. Un desubicado. Si quiere una entrevista de verdad, que sufra lo que padecen los periodistas de los diarios de Sinaloa o de Durango. O por lo menos, qué le cuesta, que se lave el pelo.