José María Marco
Populismo justiciero
El juez José Castro ha decidido que la Infanta Cristina sea juzgada por dos delitos fiscales. No es una buena noticia. Como los motivos expuestos en el auto son tan endebles, se deduce que la máquina judicial se ha puesto en marcha por motivos que son de una índole distinta a lo puramente jurídico. En consecuencia, no cabe esperar demasiado del resultado del proceso. Es bastante posible, por no decir probable, que la Infanta se enfrente a una sentencia condenatoria.
En buena lógica, el enjuiciamiento de la Infanta debería llevar a los que tanto lo han pedido a felicitarse por lo ocurrido. Viene a corroborar sus demandas –pocas veces templadas– de una justicia sin ataduras ni hipotecas. Parecería lícito, por tanto, afirmar que la Justicia española ha demostrado ser lo bastante independiente como para enjuiciar a un miembro de la Casa Real. Es dudoso que se utilice este argumento, y parece más probable que lo que se exija a partir de ahora no sea exactamente un juicio, sino una condena. Pocos se van a dar por satisfechos con algo menos. En muchos casos, la Infanta parece condenada y ahora lo estará aún más, por no decir definitivamente.
Vivimos tiempos convulsos de cambio de modelo social y cultural, un cambio a escala planetaria que hemos decidido vivir como si fuera una mera crisis económica. En momentos así, es importante que las instituciones despierten el mayor respeto posible. Son el punto estable que nos permite situarnos en un escenario que puede llegar a producir vértigo. En ocasiones como ésta, el debate público tiende a dejar atrás los términos racionales para convertirse en el vehículo de pulsiones populistas específicamente dirigidas contra el núcleo del sistema democrático liberal y contra quienes lo representan. Que todos somos iguales, es un argumento fuerte en democracia. Ahora bien, como nadie es exactamente igual que los demás, la igualdad sólo se conseguirá mediante la compensación.
Aquí el argumento de la ejemplaridad, tan utilizado en los últimos tiempos en nuestro país, revela toda su capacidad destructiva. El juicio se desliza pronto por una pendiente en la que acaban puestas en cuestión las instituciones y el sistema. La demagogia populista como medida de la conducta ajena, en particular de quienes están cerca del poder, puede acabar corroyendo los principios mismos de la convivencia. De apurarse la deriva, acabaremos echando de menos tiempos tan corruptos –supuestamente– como los que hemos conocido y que ahora hay quien juzga tan implacablemente. ¿Alguna autocrítica?
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