José María Marco

Precarios y frívolos

Desde hace algún tiempo, no mucho, todo parece precario. Los puestos de trabajo son parciales y precarios, los matrimonios son precarios, las parejas son precarias, las creencias, las cosas que nos rodean, las instituciones mismas parecen precarias. Lo propio de lo precario es que no dura, y por tanto todo en nuestra vida parece destinado a cambiar. Debemos adaptarnos a situaciones nuevas, en constante evolución. Quien no lo haga, quien no asuma su condición precaria, se verá desbordado por la corriente y pronto pasará a ser una antigualla sin interés para nadie.

La teoría de la precariedad, como se habrá podido comprobar, es optimista por naturaleza. O bien supone que los seres humanos no tenemos naturaleza, o bien postula que esta es tan plástica que se puede adaptar a cualquier cosa. En cualquiera de los dos casos, lo importante es la capacidad de cambio, la adaptabilidad. Los avances tecnológicos, la globalización, la crisis económica parecen llevarnos a pensar que ese es el horizonte que nos espera a partir de aquí. Hace unos años todo lo sólido estaba en trance de disolverse. Ahora ya no queda más que un flujo continuo de formas continuamente cambiantes... y precarias.

Todo esto, que es cierto, no nos debería impedir recordar que, a pesar de todo, en la naturaleza y en la sociedad humanas, existen elementos estables, fijos. El siglo XX asistió a un gigantesco esfuerzo por barrer estos últimos, nacido de una crisis –lo que aquí llamamos 98– que parecía a punto de llevárselo todo por delante. Se lo llevó, efectivamente, excepto en aquellas sociedades que supieron atenerse al fondo inmutable de algunas cosas: ciertas realidades institucionales –en particular la Monarquía, pero no sólo– la transmisión del saber más allá de lo puramente técnico o profesional, el respeto a las constituciones escritas o no que resultan del consenso histórico. Por eso romper el marco constitucional, o aspirar a cambiarlo, como querer interrumpir la continuidad de las instituciones básicas, no puede ser sólo una cuestión de política partidista. Lo ocurrido en el siglo pasado nos debería llevar a reflexionar y a encarar con extrema prudencia este tipo de propuestas. Cuanto más complejas sean las sociedades, cuanto más precarias parezcan las cosas, más importante será la estabilidad de fondo. Es lo único que garantizará que los cambios a los que nos enfrentamos se realicen sin violencia. El siglo XX, que iba a inventar un nuevo ser humano, acabó redescubriendo una antigualla llamada liberalismo. A los frívolos siempre les han gustado las patadas.