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Ángela Vallvey

Precios

Dicen que todos tenemos un precio. Se cuenta una anécdota, quizás apócrifa, sobre María Leszynska, hija del rey Stanislas de Polonia y esposa de Luis XV. Pasaba una velada de cotilleo entre sus cortesanos, que, como es sabido, no tenían fama de timoratos precisamente. Comentaban el comportamiento de una dama que no dudó en poner precio a sus favores más íntimos convirtiéndose en amante de un caballero a cambio de una pequeña fortuna. La reina hacía aspavientos y expresaba su repulsa ante tal hecho hasta llegar casi a la náusea. Uno de los presentes hizo notar que tal vez la suma que le habían pagado justificaba la decisión de la señora. Un dineral bien valía convertirse en una furcia, a todos los efectos. La Reina negó que eso fuera posible, ¿qué importe podía disculpar a aquella frívola dama, qué caudal era preciso para comprar algo así...? Desde luego, ella, la reina, por nada del mundo haría una cosa parecida. Alguno de los presentes decidió tentarla. «¿Está segura, Su Majestad? ¿Y si le ofrecieran la cantidad tal...?» La reina negó en rotundo. El cortesano fue subiendo la cifra hasta llegar a un número tan fantástico que, finalmente, la reina claudicó diciendo: «Vous m’en direz tant...!». ¡No me diga más! O sea: que todos tenemos un precio.

Nuestra época tiende a abaratar precios. El coste será el que fuere, pero el precio tiene que ser el mínimo posible. (Al menos en lugares en los que existe la libre competencia. En España, empero, los competidores procuran ponerse de acuerdo porque suelen ser amiguetes). Lo malo es eso: que todos tenemos un precio. La moral, cual trabajadora del amor: barata o de alto standing. Aunque lo peor es que vivimos en unos tiempos en los que, como diría Machado, abundan los necios que confunden valor y precio.