María José Navarro
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Dicen los españoles que visitan estos días París que el personal de a pie, la clase magra, está que trina con Hollande. Que subirte en un taxi supone un trayecto con el conductor exaltado maldiciendo al habitante del Elíseo o que pillar a un camarero con tiempo te cuesta tomarte el café entre exclamaciones e interjecciones poco amables hacia el Gobierno galo. No hay nada como hundir la economía y provocar una buena crisis para que la gente olvide los asuntos mundanos. Tanto es así que Francia parece tomarse a mal, casi como una ofensa, que fuera de sus fronteras se hable de los líos amorosos de ese señor que tienen presidiendo la República (tipo con aspecto de cualquier cosa menos de estar levantándose a varias a la vez) más que de las dificultades por las que pasa la ciudadanía a la que el ligón con gafas, por cierto, acaba de anunciar recortes de padre y muy señor mío. Hollande puede que no haya hecho más que demostrar que hay tradiciones entre los presidentes franceses que parecen inalterables. Una es la de probar que los gobernados son de un respetuoso con las vidas privadas de los gobernantes que los gatos de escayola pasan por sobreactuados. Y la otra es la de evidenciar que en las cosas de cintura para abajo no hay mucha diferencia en el programa electoral puesto en marcha por los últimos mandatarios. Hollande, hay que reconocerlo, es un fenómeno. Si se confirma que antes de las presidenciales ya llevaba una doble vida, lejos de no estar en lo que tiene que estar, ha sido capaz de compaginar una mala gestión económica y un sinvivir moral. Ya no quedan hombres así, ains.
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