Joaquín Marco

Punto y seguido

Es difícil escapar de ciertos acontecimientos que han marcado de algún modo nuestra existencia. Bien es verdad que la nostalgia puede llevarnos a observar críticamente el presente. Sin embargo, la figura del Rey Don Juan Carlos I nos ha acompañado en buena parte de nuestra vida. Es natural que muchos jóvenes hayan considerado normal su presencia como moderador a distancia de la vida política, como corresponde a un rey en democracia, respetuoso con una Constitución que nació bajo su mandato. Pero parte de la población española recuerda cómo era este país antes y durante la Transición, cuando el Rey, ejerciendo una autoridad que traspasó a las fuerzas políticas, eligió el camino de la modernización del país. Desde el pasado lunes, cuando anunció su decisión de abdicar en su hijo el príncipe Felipe, que pasará a convertirse en Felipe VI, los medios y las numerosas tertulias se han dedicado a analizar la figura del todavía Rey de España desde todos los ángulos posibles. Se han lanzado numerosas hipótesis sobre el momento elegido, tras las elecciones europeas. Con seguridad no existe una única razón que le haya podido llevar a tomar una decisión, que venía meditando, según asegura, desde el mes de enero y que sólo escasas personas conocían. Pero en ella algo habrán tenido que ver las circunstancias políticas, económicas y sociales que atraviesa el país. Tal vez el paso atrás del monarca sea un revulsivo para tomar iniciativas de todo orden, que falta hace. Es posible que el Rey observara con preocupación la debilitación de un bipartidismo que podía poner en dificultades prolongar su reinado, o quizá haya preferido la seguridad de un fiel Rubalcaba al frente del PSOE a la incertidumbre de un sucesor que resulta todavía una incógnita. Ello explicaría la dilación del PSOE en su decisión de primarias. Tal vez haya influido la disminución, en las encuestas, del favor popular a la institución, sacudida por el caso Undargarín, o bien la salud mermada a ojos vista, tras casi treinta y nueve años de mandato. Pero de sus palabras se deduce también su intención de dejar paso a una nueva generación. Ésta no deberá afrontar las enormes dificultades de la Transición, donde la toma de decisiones era responsabilidad propia del mismo Rey, como la designación del presidente Suárez o la fortaleza que hubo de mostrar durante el 23F, que certificó el carácter constitucional de su mandato y su oportunidad ante situaciones límite como las que se vivieron. Paul Preston, en «Juan Carlos. El rey de un pueblo» (2003), reproduce las palabras del propio Rey: «Para un político el oficio de Rey es una vocación, ya que le gusta el poder. Para un hijo de Rey, como yo, es otro asunto distinto. No se trata de saber si me gusta o no me gusta. Nací para ello. Y desde mi infancia mis maestros me han enseñado a hacer también cosas que no me gustan. En casa de los Borbones ser rey es un oficio». A la formación del futuro Felipe VI han dedicado los Reyes todo el tiempo y los medios necesarios. Años de rodaje, en un discreto segundo plano, le habrán permitido observar cómo comportarse en momentos mejores o peores de un país que hoy transita por una problemática compleja. La cuestión más difícil que deberá afrontar es la cuestión catalana, pero en esta ocasión, dados los radicalismos de ambas posiciones, parece difícil llegar a un acuerdo. Tal vez el nuevo monarca descubra un nuevo camino. No se observa tampoco interés en modificar la Constitución, lo que permitiría abrirse paso en una situación encharcada desde hace demasiado tiempo. Poco podrá hacer el nuevo monarca respecto a la crisis económica, que soportamos con resignación porque depende en gran parte de factores externos. La irritación de la ciudadanía, que se manifiesta con motivos diversos, no va a disminuir por la sustitución real. Pero el nuevo rey deberá esforzarse por mejorar la imagen y la popularidad que ha perdido la institución en los últimos años. No existe en la ciudadanía una tradición monárquica. Cabe no olvidar que Alfonso XIII se alejó del poder ante el empuje de las fuerzas republicanas y que Juan I, el padre del Rey Juan Carlos, no llegó siquiera a reinar.

La popularidad y el respeto que se manifiesta hacia el Rey fueron el resultado de un servicio que la ciudadanía agradeció y que se centró en la figura personal del monarca, lo que llevó al juancarlismo. Esta afección se mantuvo en plenitud hasta los años ochenta, que constituye el período de consolidación democrática. Pero la España que recibe el Príncipe es un país muy distinto del que tuvo que sortear su padre. Las instituciones están asentadas, pero pesa un descrédito alarmante sobre ellas. La ciudadanía observa críticamente a la clase política. Y ello no es privativo de nuestro país. Podemos observarlo en buena parte de nuestros socios de la Unión Europea. Europa misma, como han demostrado las elecciones, ha pasado a ser de solución a problema. La crisis económica sirve como lente de aumento para agigantar las dificultades. Pese a los últimos repuntes del empleo, no se observa todavía una tendencia clara, sino estacional, mientras disminuyen los salarios y las condiciones de empleo de los trabajadores. A hacer frente a todo ello con energía puede contribuir la sangre nueva y la excelente formación del nuevo Rey. Es lógico que a los de mayor edad nos embargue una pizca de nostalgia. El reinado de Juan Carlos I será juzgado, en su conjunto, como positivo. Pero quienes protagonizaron la Transición van abandonando el primer plano. Habrá que demostrar que el país gana con la llegada de nuevas generaciones, que no conocieron las dificultades de quienes corrieron ante los grises durante el franquismo e hicieron posible, no sin errores, la estabilidad que ahora disfrutamos. Todo va a cambiar en la Casa del Rey para que algo cambie.