Ángela Vallvey
Quién
Cuando los que están implicados, rodeados, contaminados o bajo sospecha de corrupción, reparten la culpa como una baraja, endosando las cartas a los demás y sin guardar ninguna para ellos mismos, me acuerdo de un sucedido que me refería mi abuela. Antiguamente, en un garito clandestino, se jugaban partidas de póker en las que se apostaban grandes sumas, había peleas antológicas y circulaban todo tipo de sustancias prohibidas, de las cuales la lejía «on the rocks» era la más inofensiva para la salud. El cubil estaba repleto de humo pestilente, olores alcohólicos y gente de mal vivir, de esa que se acuesta con una mona cada madrugada (con la prima del que sale en la etiqueta de Anís del Mono, generalmente). Todo el mundo sabía lo que allí se cocía –pues la temperatura era para poner en ebullición a un pescado congelado–, pero las timbas continuaban tranquilamente, con alegre regularidad y el consentimiento tácito de las autoridades competentes, en un antro que se hizo famoso en toda la comarca e incluso más allá de los Pirineos. Hasta que un buen día, llegó un inspector nuevo a la comisaría del distrito y, ajeno a los sobornos que habían disfrutado sus antecesores en el cargo, en cuanto tuvo noticia de la existencia del boliche, decidió hacer una redada. Se puso a la cabeza de las Fuerzas de Seguridad, irrumpió en la leonera y pilló a los clientes con las manos en las cartas... Pero todos ellos las soltaron y negaron, muy serios pese a la efusividad de sus intoxicaciones etílicas, estar jugando. «¡Yo no estaba jugando!», juró uno. Y otro, y otro... Cuando el inspector miró al último de los presentes, que por casualidad era el dueño del cuchitril, preguntó: «¿Tú tampoco jugabas?», y el tipo respondió: «¡¡¿Pero con quién iba a jugar...?!!».