M. Hernández Sánchez-Barba

Rajoy: valor y deber

No se sabe con certeza si los que intervienen en la cosa pública conocen los límites obligados en las lides políticas. En las elecciones generales de 2011, se originó una ocasión excepcional para que el análisis histórico consiga una comprensión de los intereses generales de la Nación. Ante todo, conviene aclarar que la convención que se usa actualmente de «derecha» e «izquierda» es anacrónica. Hace referencia a tiempos de la Revolución Francesa, cuando «girondinos» y «jacobinos» se sentaron a la derecha e izquierda del presidente en las sesiones de la Asamblea Constituyente. En sus lugares respectivos, mantuvieron posturas opuestas: los «girondinos», inclinados a la moderación y a la transición; los «jacobinos», encastillados en posiciones radicales respecto a cuanto se sospechase de «Antiguo Régimen», encuadrado, cronológicamente, entre el final de la batalla por la Enciclopedia, en torno a 1770, y el final del Gran Imperio napoleónico, concluido en 1815.

Al finalizar 2011 tras ocho años de gobierno del partido socialista presidido por Rodríguez Zapatero, la Nación Española se encontraba en una situación que sólo puede comprenderse desde un principio de conocimiento: el «sentimiento de necesidad inherente a la razón»; la gravedad de la situación exigía un nuevo «Imperativo Categórico»; una posición conjunta de los partidos nacionales, con objeto de evitar contradicciones en las imprescindibles soluciones; conseguir una línea reflexiva de democracia dialogante, aceptando el poder desigual en razón de los votos obtenidos. Sobre todo, solidaridad con las soluciones propuestas por el partido que por mayoría absoluta obtuvo el gobierno. En virtud del voto del 20 de noviembre de 2011, el Gobierno del Partido Popular, presidido por Don Mariano Rajoy Brey, ha llevado a cabo un maratón ordenado y de encaje en el mundo real en una triple dimensión política, económica y social; de seriedad, responsabilidad y firmeza en la relación con Europa y en la representación internacional.

El presidente del Gobierno no ha dispuesto de más poderes que los que tuvieron sus predecesores, pese a la grave depresión que sufría la situación financiera y moral cuando tomó posesión y dado que, en el transcurso de los ocho años anteriores, la economía transnacional se había hecho dominante. Es evidente, que a nuevas realidades no pueden aplicarse soluciones de siempre. El PSOE gobernó desde la utopía, tratando de conseguir un «orden virtual», imposible de conseguir, por la sencilla razón de que no existe. Mannheim distinguió cuatro clases de utopía. La cuarta de ellas, afirma un reino de libertad y justicia que se ubica en el futuro y por ello se evade de los problemas del presente y de la eficacia de las soluciones. Cuando la situación cambia es porque se han captado las graves consecuencias de la persistencia en la utopía; se entiende la hondura de las distorsiones originadas en las estructuras del mundo histórico y se puede asegurar la eficacia. Es una manifestación de asentamiento de valor y ejercicio del deber, en posiciones extremas.

Cuando Mariano Rajoy cumplió los Cien Días que la tradición política marca para valorar la posibilidad, se supo cuáles iban a ser las tendencias del gobierno. Es obvio que había que mostrar, en tres meses, cuál era la vía posible de solución, de los múltiples problemas; era imprescindible las reformas estructurales económicas. Ante semejante panorama, la prudencia es la principal virtud política. Rajoy se ha manifestado estadista prudente y, al mismo tiempo arriesgado, para generar confianza internacional y crear esperanza, lo que ya es un hecho mediante la re-instalación del Estado. Rajoy conoce muy bien el peligro de la innovación, sobre todo en el caso de prescindir de la enorme sabiduría que atesoran las instituciones. Su posición es leal a España y a los españoles y conoce con profundidad el pensamiento político de su tiempo: los críticos del «capitalismo comunista»; los «liberales» que defendieron sus posiciones frente al trasfondo de la guerra fría, así como las posiciones más relevantes de las demás propuestas políticas. Estima, en fin, la contemporaneidad desde lo universal, interesándose de modo esencial por la dimensión política de la vida; entiende que en el plazo largo, en el pensamiento templado y en las posiciones centrales es donde pueden solucionarse los problemas que, inevitablemente, aparecen en el quehacer diario de las grandes naciones que desean que se las respete y se las tenga en cuenta.