Antonio Cañizares
Renovación de la Iglesia (I)
Hace justamente ocho días, el miércoles pasado, se cumplió el cincuenta aniversario de la aprobación de la primera Constitución emanada del Concilio Vaticano II, «Sacrosanctum Concilium», que impulsó la gran y verdadera renovación litúrgica. Para hablar de la renovación litúrgica del Concilio Vaticano II, es preciso situar tal renovación en el conjunto del Concilio, y recordar, a este efecto, que el Vaticano II irrumpió como un nuevo Pentecostés, una verdadera primavera que abre a una esperanza de vida nueva y transformación interior fecunda según el propósito divino. El Concilio de nuestro tiempo, en efecto, ha contribuido, sigue contribuyendo, de una manera extraordinaria, sin duda, a que la Iglesia, renovada y santificada interiormente sin cesar, viva y acentúe generosamente con renovado vigor la solidaridad con la humanidad, en sus esperanzas e inquietudes, y a que, confiada en Dios y guiada por Él, para cuya glorificación existe, afronte con valentía y decisión la evangelización del hombre contemporáneo, obra de renovación de una humanidad nueva hecha de hombres nuevos con la novedad del Bautismo y de la vida conforme al Evangelio. Conocer bien, releer, profundizar e interpretar fielmente este Concilio en la unidad e integridad de su conjunto es hoy una tarea indeclinable para la Iglesia.
A ese conjunto y unidad pertenecen los fines y objetivos que se pretendían con el Concilio y que se irán determinando y perfilando poco a poco: tales fines y objetivos los encontramos con toda claridad formulados, precisamente, en las palabras iniciales de la Constitución sobre la sagrada Liturgia, «Sacrosanctum Concilium», promulgada por el Papa Pablo VI, el 4 de diciembre de 1963. Dice así: «Este sacrosanto Concilio se propone acrecentar de día en día entre los fieles la vida cristiana, adaptar mejor a las necesidades de nuestro tiempo que están sujetas a cambio, promover todo aquello que pueda contribuir a la unión de cuantos creen en Jesucristo y fortalecer lo que sirve para invitar a todos los hombres al seno de la Iglesia. Por eso cree que le corresponde de un modo particular procurar la reforma y el fomento de la liturgia» (SC, 1). El Concilio Vaticano II ha sido, es, un Concilio que mira a la Iglesia, que está llamada a ser lo que Dios quiere de ella; y así el Concilio es una invitación a la Iglesia a que sea ella misma, como Dios la quiere y la crea, y actúe conforme a la vocación y misión que Dios mismo le confiere: así, por ejemplo, la renovación litúrgica querida por el mismo Vaticano II, no sacada de este contexto y unidad, tiende a la celebración más consciente, participada y activa, del misterio pascual de Cristo, con los frutos de santidad, comunión y misión consiguientes. Cuando la mirada hacia Dios no es lo determinante, todo lo demás pierde su orientación. La sentencia de la regla benedictina: «Nada debe anteponerse al culto divino (43,3), vale de un modo especial para el monacato, pero tiene también validez en cuanto al orden de prioridades para la vida de la Iglesia y la de cada uno en particular, según su estado» (Benedicto XVI). ¡Qué bien! expresó esto mismo el Papa Pablo VI en el discurso de promulgación de este importantísimo documento, al decir: con la aprobación de esta Constitución, «se ha respetado el orden debido a las cosas y a los deberes. De esta manera hemos profesado que hay que darle a Dios el lugar principal, que estamos obligados en primer lugar a dedicarnos a dirigir súplicas a Dios. Hemos profesado que la sagrada Liturgia es la primera fuente de aquel contacto con Dios en el que se nos comunica la misma de Dios. La liturgia es la primera escuela de nuestro espíritu, es el primer don que tenemos que entregar al pueblo cristiano unido a Nos en la fe y en la oración. La sagrada Liturgia es finalmente la primera invitación al género humano para que suelte su lengua común en santas y verdaderas preces, para que sienta aquella fuerza indecible, renovadora del espíritu que reside en cantar con nosotros las alabanzas de Dios y en la esperanza de los hombres por Jesucristo y en el Espíritu Santo... Por tanto, valdrá la pena conservar este fruto del Concilio, pues debe estimular la vida de la Iglesia y en cierto modo caracterizarla». (Pablo VI). Ante el alejamiento de la fe, la pérdida del sentido de Dios, la quiebra de humanidad derivada de la marginación de Dios de la vida de los hombres, que estaban azotando ya al mundo contemporáneo en aquellos años en torno al Concilio, también amenazado de alguna manera en su paz e incierto frente a su futuro, la respuesta eficaz y la prioridad suprema y fundamental de la Iglesia, entonces como ahora, no podía ser otra que conducir a los hombres a Dios, a Dios que habla en la Biblia, a Dios revelado en el rostro humano de su Hijo, Jesucristo, viviendo ella misma de Dios, de su fidelidad y obediencia a Él, centrada en Él, dejándose conducir por Él, en comunión con Él, y en adoración a Él. Tal prioridad y tal respuesta la dieron y la mostraron los Padres del Concilio Vaticano II aprobando como primera Constitución «Sacrosanctum Concilium». Así quedaba claro, incluso en la «arquitectura» del Concilio, que lo primero es la adoración; Dios por encima de todo. Comenzando, pues, con el tema de la liturgia, todo el Concilio se puso inequívocamente a luz el primado de Dios y señaló, al mismo tiempo, como brújula segura para orientarnos, el camino a seguir en el futuro.
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