Antonio Cañizares

Renovación litúrgica - II

El Concilio Vaticano II –conviene recordarlo– intentaba inseparablemente la reforma y la renovación de la Iglesia, la evangelización y la paz justa y libre de nuestro mundo. Pablo VI, al promulgar la Constitución sobre la Liturgia, decía: «La Iglesia es, ante todo, una comunidad religiosa, es un pueblo floreciente por el esplendor de su interioridad y el cultivo de la religión. Todo esto se alimenta con la fe y la gracia sobrenatural». Una Iglesia así es una Iglesia con vida, una Iglesia renovada en su ser y quehacer más profundo, una Iglesia fiel a su identidad que radica en ser evangelizadora para renovar la humanidad. Para ser evangelizadora la Iglesia, ésta requiere una renovación profunda de sí misma, que no se puede desligar de la llamada a la santidad que la constituye: sólo una Iglesia renovada y fiel a su vocación a la santidad podrá de nuevo evangelizar, como en los primeros tiempos. Aquí en la santificación de la que depende la renovación de la Iglesia, se sitúa la liturgia, en la que la santa Trinidad actúa y opera eficazmente la santificación. La renovación impulsada por el Concilio es entendida por él no como mera reforma de estructuras, sino como un cambio interior, desde dentro, que hace de la Iglesia y de sus miembros instrumentos aptos para hacer presente el Evangelio de Jesucristo en el mundo: y este cambio, «humanidad nueva», se opera por la liturgia. Por eso la liturgia es clave para el futuro de la Iglesia: el futuro de la Iglesia –y del mundo– está en la liturgia, en la renovación querida por el Vaticano II. El Concilio nos indica que, en la medida en que renovemos esta conversión a Dios y de Dios, y avivemos, por su gracia, la fe en Él y nuestra vocación a la santidad, tendremos una Iglesia rejuvenecida y con vitalidad capaz de infundir en las venas de la humanidad la savia nueva del Evangelio, y se producirán los cambios estructurales que sean necesarios. Cuando la reforma o la renovación es arrancada de este contexto, cuando se espera la salvación sólo del cambio de los demás o de la transformación de las estructuras, de formas siempre nuevas de adaptación a los tiempos, quizá se llegue de momento a cierta utilidad inmediata, pero en el conjunto la reforma se convierte en una caricatura de sí misma, capaz de cambiar únicamente las realidades secundarias. y menos importantes de la Iglesia. (Creo que detrás de todo eso se perfila el problema central de la cuestión: la crisis de fe). Esto, es decir, la renovación de la que venimos hablando, nos hace pensar en la liturgia, donde Dios opera su obra de salvación, donde Cristo presente en la Iglesia, por su Espíritu, actualiza la obra de la redención, el Misterio de su Pascua que instaura la humanidad salvada y nueva. El Concilio, para la reforma y renovación necesarias de la Iglesia, nos recuerda e indica que los caminos para ello son, en primerísimo lugar, los de la gracia de Dios, los de la acción de Dios y, derivados y obra de la acción divina y de la gracia, los de la santidad, los de la escucha, meditación contemplativa y acogida de la Palabra de Dios, los de la oración, los de la liturgia y los sacramentos, cuyo centro y culmen es la Eucaristía, fuente y cima de toda la vida cristiana, los de la comunión y la caridad vivida eficazmente que de ahí derivan. La razón de ser de la Iglesia es la glorificación de Dios, inseparable de la santificación de los hombres. El Vaticano II abre y fortalece una apasionante realidad de renovación. ¿A quién puede resultarle extraño que la Constitución sobre la sagrada Liturgia, providencialmente, fuese puesta en los cimientos y «arranques» de la arquitectura de Concilio, encaminado a tal renovación de la Iglesia, para acercar el Evangelio a todas las gentes, para que el mundo crea, tenga fe, y viva de la fe? La acción litúrgica, por lo demás, no puede ser considerada genéricamente, prescindiendo del misterio de la fe: la fuente de la fe y de la liturgia es el mismo acontecimiento: el don que Cristo ha hecho de sí mismo en el Misterio pascual.

¿Cuál es la aportación de la Constitución «Sacrosanctum Concilium»? Para responder a esta pregunta, hay que tener en cuenta que la intención del Vaticano II, en lo que concierne a la liturgia, es «mantener la sana tradición y abrir, no obstante, al progreso legítimo» (SC, 23). La Constitución recoge, continúa y enriquece la tradición litúrgica de la Iglesia, y particularmente constituye como el fruto sazonado y culminación de toda la renovación litúrgica llevada anteriormente a cabo por el así llamado «movimiento litúrgico» que se inicia en el siglo XIX con Don Prosper Guéranger en la restauración de la abadía benedictina de Solesmes, y que continúa después pasando por la Abadía de Beuron y de Maria Laach, por teólogos como Casel, Guardini, Jungman, Parsch, entre otros, por los Papas, S. Pío X y por Pío XII, sobre todo con su Encíclica Mediator Dei, hasta desembocar en el Vaticano II, junto con otros movimientos, igualmente fecundos y renovadores, en el campo bíblico, patrístico, teológico y pastoral. Así, pienso que con frecuencia no se ha entendido bien la reforma litúrgica conciliar. Por eso conviene recordar aquellas palabras de Pablo VI al promulgar la Constitución sobre la Liturgia: «Sin duda, ahora estamos simplificando algunas formas de culto para hacerlas más comprensibles a los cristianos y más adaptadas al lenguaje actual. Sin embargo, no pretendemos con ello dar menos importancia a la oración ni colocarla detrás de otras preocupaciones del sagrado ministerio y de la actividad pastoral, ni quitarle nada de su fuerza simbólica ni de su antigua elegancia artística. Intentamos purificar la sagrada Liturgia para que esté más de acuerdo con las características propias de su naturaleza, para que esté más cerca de su verdad y gracia, y, finalmente, para que se convierta más fácilmente en un tesoro espiritual del pueblo. Para conseguir felizmente esto, no queremos que nadie quebrante las reglas de la oración pública de la Iglesia, introduciendo cambios en privado o ritos particulares. No queremos que nadie se tome la libertad de utilizar a su antojo la Constitución sobre la sagrada Liturgia. . . Que nadie la perturbe que nadie la profane» (Pablo VI). Esto es lo que se quería con la reforma.