José Jiménez Lozano
Salir pronto de un asunto
No hace tanto tiempo, en los países civilizados y democráticos, asuntos como el aborto, la eutanasia o las manipulaciones genéticas eran rechazables porque el absoluto ético de la vida humana juntamente con la libertad y la propiedad era una de las tres razones por las que los hombres aceptaban la autoridad, según Locke, en su «Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil». Pero también han mudado su naturaleza misma los que en otro tiempo se llamaban «derechos humanos», asentados en la noción de persona que era un valor supremo, moral y jurídico, pero que ahora sólo pueden asentarse en la condición biológica del hombre como primate superior, abandonando lo que el darwinismo filosófico llamó «la leyenda antropológica» que sería cualquier discurso intelectual o moral que no sean la biología, el decisionismo individual y las exigencias sociales de un régimen de utilidad económica y social.
En el arte de entreguerras, ante aquel desprecio, burla y cosificación del cuerpo y del rostro humanos, Karl Löwith y Peter Gay, por ejemplo, anunciaron que habría otros demiurgos que se aprestarían a hacer ese mismo escarnio, pero no en el arte sino en el cuerpo y en alma humanos, porque ya todo eso se había decidido cincuenta años atrás, en el tiempo en que, pongamos por caso un bio.filósofo darwinista, Ernst Haeckel, escribía en una carta de marzo de 1864, a su hermano, que «la (vida) individual en su existencia personal se me aparece no solamente como un miembro temporal en esta larga cadena, un vapor que se desvanece rápidamente. La existencia personal individual se me muestra tan horriblemente miserable, insignificante y sin valor, que la veo tendiendo hacia la nada pero para su destrucción». Y dejando claro que no es una vida que tenga un valor cualitativo mayor que la vida animal. O como de modo más especifico e introducido ya el asunto en el orden cultural, Hellwal afirma retadoramente que la muerte ya no es el enemigo del hombre, como la ha presentado la cristiandad, sino su glorificación, y la señala como la gran fuerza del progreso, porque las muertes de muchos individuos pueden convenir a la especie –y no sólo a efectos de selección–,o a una sociedad estructurada según una razón instrumental.
Así que, entonces, las consecuencias que se derivan, para la conformación de una especie cada vez más perfeccionada y de una sociedad más estructurada según propósitos de ideología y rentabilidad, van de suyo. En cierta Edad Media y en el Barroco, se había jugado retóricamente con la vida y la muerte o con una comicidad como para espantarla, pero hoy ya no se trata de tales barroquismos.
En «Monsieur de Pourceaugnac» de Molière, el personaje del boticario dice sarcásticamente del médico que es el exponente del máximo saber y un hombre expeditivo «a quien le gusta despachar a sus enfermos y, en cuanto a morir, eso se hace con él de la manera más rápida del mundo». Y explica: «He aquí ya a tres de mis hijos, acerca de los que me ha hecho el alto honor de conducir su enfermedad, que murieron en menos de cuatro días, y que entre las manos de otro hubieran languidecido más de cuatro meses». Pero Molière no podía imaginarse que un juego cómico pare reírse de la charlatanería de una cierta medicina de su tiempo, un día serían reflexiones político-económicas acerca de la vida ya vivida o por vivir y, acerca de la nula eventual rentabilidad de ellas, o las rápidas posibilidades técnicas con las que hoy pueden zanjarse los problemas, como Erasto, otro personaje de la comedia molieresca, dice: «No hay nada como salir pronto de un asunto». Y esto era lo que la «Science in Beemoth», diseñada por el darwinismo filosófico nazi, ofrecía como la solución humanitaria para ciertas situaciones del vivir humano.
En Nüremberg causó horror este asunto, pero también lo sentimos ante las peores violencias de la Historia, que fueron las del siglo XX, y parece, a veces, que ya no lo sintiéramos.
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