Martín Prieto

Sánchez no sabe salir del laberinto del PSOE

La Razón
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En los primeros balbuceos de la Transición, escépticos y cínicos pedían en los restaurantes «un Suárez» y al preguntar el camarero qué plato era ése respondían: «Un chuletón de Ávila poco hecho». Como escribía Manuel Azaña, «hay que tener mucho cuidado en poner en circulación tonterías en Madrid porque arraigan mejor que las acacias». Lo de poco hecho es medida de Pedro Sánchez. Su experiencia como gestor público es escasa y ancilar, breve su paso por el Congreso, y ha suplido su falta de solidez con gran audacia y el viento en las velas de un partido en crisis que no podía interceptar su resistible ascensión más que con el buen vasco de Madina susceptible de mayores desconfianzas.

El que iba a proceder al recambio generacional socialista es doctor en Economía, pero sí que poco hecho en gestión pública o privada y ni siquiera con suficientes años en el Congreso y en las tripas de Ferraz. Sólo el hecho de ser joven no te hace un Joaquín Costa. Ha viajado (poco) por Europa y sus hagiógrafos le tienen por políglota, y sería el primero desde el culto Calvo Sotelo que, además, tocaba el piano en su despacho de respeto. Al menos Sánchez era un nuevo secretario general en blanco, aunque en dos años no ha sabido o podido trazar la singladura que saque al PSOE de su laberinto y su pensamiento circular. La noche electoral fue su retrato al minuto aparentemente firme y satisfecho, como un gran encestador de baloncesto tras ganar el partido, haciendo gala de su juventud y su atractivo personal, sacando barbilla como Artur Mas cada vez que le dejan en ridículo, y aprovechando el desplome para autoproclamarse candidato a sucederse a sí mismo y a la presidencia de la nación. Eso es mirar hacia adelante y no analizar la peor elección del partido desde el Pablo Iglesias verdadero. Socialistas históricos le han recordado que Joaquín Almunia, con mejores resultados y aliado contra natura con los comunistas de Francisco Frutos, no esperó al amanecer para renunciar su cargo. Aunque en su sobreactuación se advirtiera el nerviosismo, la inseguridad y la improvisación permanente que le caracterizan, fue sensato que Sánchez no se fuera por la gatera en la que se han dejado los pelos sus correligionarios.

Es obligado administrar la derrota, aunque no disfrazarla o maquillarla. Pero el inmediato congreso ordinario del PSOE se celebrará en el peor de los escenarios: con el voto cuarteado, cruzando la laguna Estigia de la economía (auguran un remezón internacional de la crisis para el año entrante) y crujiendo las cuadernas de la territorialidad. A la confusión nacional sólo le faltaba esta dimisión en caliente. A renglón seguido estropea las cosas afirmando que es él quien marca la política del partido, encorajinando a Susana Díaz, los otros barones y los comités Ejecutivo y Federal, que tienen poder hasta para devolverle a casa. Desdichadamente para todos el inminente congreso partidario no va a reflexionar sobre las causas de que el PSOE haya perdido más de la mitad de sus votos desde 1982, habiendo sido quien más años ha gobernado en la democracia y más mayorías absolutas ha ostentado, no redactarán un proyecto de vida en común, posible y creíble, exento del sectarismo del que se queja hasta Joaquín Leguina, y debatirán si Sánchez es el hombre providencial o un interino. Aunque las votaciones internas de los socialistas son tan fiables como los insólitos empates de la CUP, Sánchez está en minoría entre los suyos. El granero de voto socialista se alza en Andalucía y doña Susana ya sólo habla en clave nacional. Es conocida su ambición, ha conseguido que los ERE pasen a un tercer plano, y su condición de mujer le otorga un plus.

Sánchez continúa sorprendentemente en un entendimiento con el mercado persa de marcas blancas de Podemos y los nacionalistas, en un contradiós. El nuevo Pablo Iglesias que tiene más cintura aceptaría aplazar su referéndum en Cataluña por un año o media legislatura, y los secesionistas verían que eso del Estado Federal del sanchismo ya lo tenemos y con más delegación de competencias que los «Lander alemanes», aunque nos definamos con otro nombre. El PSOE, estatuariamente, es republicano y federal, pero inteligentemente acomodaticio y descafeinado. Su novedoso federalismo inexplicado ¿es el de la I República? El derecho a decidir es el del Cantón de Cartagena que bombardeó Alicante por deudas y fue perseguida su flota por cruceros alemanes al considerarla pirata? El equipo áulico de Sánchez es manifiestamente mejorable; los asuntos económicos se los lleva Jordi Sevilla, el que enseñó Economía a Zapatero en tres tardes, y se notó. Y sus asesores de comunicación cargan tanto pelo de la dehesa que buscan caladeros de votos en los programas más analfabetos de las televisoras. Los trece años de Felipe González contuvieron ominosos agujeros negros, pero fue un buen presidente porque entendió que tenía que gobernar para todos los españoles y ni a la entonces Alianza Popular la consideró enemiga o «indecente» sino adversaria. La caída del felipismo por fatiga social y corrupción política le ha sugerido a los sanchistas blandir el as de bastos de los inmorales como si hoy mismo no pasara nada en la casposa derecha catalana o en la finca socialista andaluza, gatuperios institucionales considerados por magistrados del Tribunal Supremo como los mayores escándalos desde los Reyes Católicos.

Los altos burócratas de Ferraz vuelven a consolarse recordando los casi 150 años del partido, cuando la peste bubónica es mucho más antigua y no la beatificamos. Los socialistas ni comentan el intento del sexagenario izquierdista Jeremy Corbyn de despertar al laborismo británico, ni extraen lecciones de la bancarrota de sus amigos en Grecia o Italia, y acaso observen con interés el frente popular portugués que ha derrocado en 11 días al triunfante centro-derecha. Al menos, Felipe continúa siendo ducho en política internacional y la europea en particular.

Dar consejos no solicitados a nuestro imprescindible Partido Socialista es vano empeño. Sólo citar la máxima favorita del general Perón, padre del populismo moderno: «La única verdad es la realidad». El PSOE puede convertirse en una de esas sondas que exploran las afueras del Sistema Solar.