Alfredo Semprún
Sao Paulo, una crónica de sucesos
La madrugada del viernes al sábado, en Sao Paulo, la capital económica de Brasil, se mantuvo dentro de la rutina: nueve muertos a tiros. Casos sin historia. El cadáver de una mujer de 25 años hallado en el salón de su casa, en lo que parece un asunto de violencia doméstica; un varón sin identificar, tirado en la calle con un disparo en la cabeza y un revólver al lado; un hombre que intentó atracar una licorería, y le salió mal; un joven que hacía lo mismo en una gasolinera; un muchacho de 15 años, que le quiso robar la moto a un policía fuera de servicio, y cuatro «sin techo» que pretendían «okupar» un edificio deshabitado en pleno centro de la ciudad y que fueron baleados por un vigilante nocturno.
Pero una lectura más atenta de los atestados policiales aporta un hecho extraño. En dos de los casos, el del asalto a la gasolinera y el de la motocicleta, los autores de los disparos son policías militares fuera de servicio, por lo tanto de paisano, que se encontraban en el lugar por casualidad. Como ese tipo de casualidades viene repitiéndose con bastante frecuencia, la Policía civil ya ha empezado a atar cabos y, maravillas de la electrónica, ha descubierto que varios de los delincuentes sorprendidos in fraganti y muertos a tiros habían sido objeto previamente de una constatación de antecedentes penales por parte de desconocidos. Es decir, que alguien con acceso a los archivos de la Policía militar solicitaba la ficha del sujeto, pero siempre desde una Comisaría distinta, y distante, de su lugar de residencia. Unos días después, el «investigado» es hallado muerto en un descampado o «dado de baja» en un enfrentamiento «casual» con policías militares.
Quienes hayan vivido algún tiempo en Sao Paulo, Rio de Janeiro o Porto Alegre, dirán que hemos descubierto el secreto del polichinela y que los «escuadrones de la muerte» formados por agentes del orden son, en Brasil, tan típicos como la samba. Tienen razón. Pero no deja de ser interesante que una de las grandes potencias emergentes de la tierra, que lleva décadas presumiendo de un PIB creciente y cuya presidenta, Dilma Rousseff, se permite el lujo de dar lecciones de economía financiera a los decandentes europeos, se despierte cada mañana con su ración fresca de asesinados y nadie se dé por concernido. Es interesante que en ese país, cuyo crecimiento se nos pone como modelo, los periódicos despachen con un suelto de seis líneas el asesinato de cuatro indigentes en pleno centro de Sao Paulo; que en lo que llevamos de año hayan sido «ejecutados» once periodistas, sin que se haya resuelto un solo caso, o que, desde la cárcel, los jefes del PCC («Primer Comando de la Capital»), una veterana organización de narcotraficantes, mantengan una guerra a gran escala que, sólo en este mes, ha costado 280 muertos.
Cuando en un país surgen los «escuadrones de la muerte», podemos certificar la existencia de un estado fallido que, incapaz de garantizar la seguridad global de la población, se limita a crear «zonas de alta seguridad», rodeadas de alambre de espino, para quienes pueden pagarlo. Y es de temer que, a medida que se acerquen las fechas de los dos grandes acontecimientos concedidos a Brasil, el Mundial de fútbol y los Juegos Olímpicos, se multipliquen los estallidos de violencia, como el que vive actualmente Sao Paulo. Que los grupos de policías justicieros, muchos vinculados también a la delincuencia organizada, extremen el celo para darle un barniz presentable ante el turismo internacional a las grandes urbes brasileñas. Pero desconfíen de los triunfales anuncios que hablan de favelas liberadas y de la recuperación de espacios públicos. En la gran potencia emergente, la asignatura pendiente sigue siendo la redistribución de la riqueza y la extensión de los derechos sociales, incluidos la seguridad y la tutela de la Justicia. Porque las cifras del PIB están muy bien, pero no son suficientes para presumir de excelencia y dar lecciones.
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