Luis Suárez

Sefarad

La UCAM (Universidad Católica de Murcia) ha dado un paso adelante en la transmisión de la deuda cultural que tenemos contraída con Sefarad. A fin de cuentas, esa palabra significa España. Una nueva Misraim, aunque vinculada con lazos de afecto, según explicaba Nahmánides a Jaime I. Es curioso que los monarcas españoles incluyeran en su título largo también el nombre de Jerusalén. Pero conviene, y mucho, aclarar las cosas. Destacar hasta qué punto en la Península Ibérica, y sobre las columnas sólidas del Talmud, se edificó una cultura que rechazaba el saduceísmo, descubría los profundos valores de la persona humana y hacía a Europa un regalo que nunca podrá ser suficientemente pagado. Santo Tomás empleó a fondo las obras de Abulafia, Paguda y Maimónides, que le llegaban en versión latina, y en las cuales destacaban la profunda racionalidad y el valor del libre albedrío. Sin los judíos no habría podido funcionar la Escuela de Traductores de Toledo ni se hubiera alcanzado la Políglota Complutense. Si pudiéramos penetrar en las venas de Teresa de Jesús o en las del rey Fernando, descubriríamos algunas pequeñas gotas de sangre judía. Sefarad es, en suma, una de las dimensiones esenciales de la cultura europea y, en consecuencia, también de la universal. No debemos olvidar: «Dios no juega a los dados», dijo Einstein. Y en los Evangelios se completa el mandato: «La salvación viene de los judíos». Un aplauso debemos a la UCAM y de una manera especial al cardenal Cañizares y al rabino mayor sefardí, que protagonizaron una jornada inolvidable.

Esto no nos permite prescindir de los daños en otro tiempo causados y de los medios que se emplearon. En toda Europa –España iba a ser la última en incurrir en el error– los sembradores del odio, algunos de los cuales procedían de la estirpe hebrea, fueron sembrando la idea de que el judaísmo es un mal y crearon las imágenes siniestras que en Gagin («Oliver Twist») y en «El mercader de Venecia» (Shakespeare) aparecen completamente definidas. Un alzamiento desde los sectores más llanos de la comunidad cristiana desembocó en terribles violencias y persecuciones de las que España tampoco se libró, en 1391. Y los monarcas europeos, guiados por quienes invocaban la represión, decidieron que el mejor modo de librarse del problema era decir a los judíos «largo de aquí».

Así se explica el error cometido. España, que en 1432, gracias a don Álvaro de Luna, el dictador ejecutado en Valladolid, había escogido un camino acertado –las «takkanot» de 1432, que reconocían en Sefarad una comunidad plena, libre y garantizada–, se vio presionada desde arriba y desde abajo y cayó en el mismo pecado. Hace años, cuando el gran maestro Benzo Netanyahu (padre del actual presidente de Israel) fue recibido como doctor honoris causa en la Universidad de Valladolid, merced a los empeños de aquel gran historiador Julio Valdeón, nos explicó cómo no era falsa la leyenda. Isabel, según demostraba la documentación hebrea, había negociado con Abrabanel una demora en el decreto del 92. Y entonces Torquemada le puso delante el crucifijo acusándola de imitar a Judas. La lección que debe aprenderse. El grave error estaba ahí, en la Inquisición, que atribuía a la Iglesia, esencia de la misericordia, el papel de represora.

Es lo que el Concilio Vaticano II ha dejado claro volviendo a la doctrina de San Agustín. Pío XII, Roncalli y Wojtila, lo mismo que Ratzinger, han regalado a la humanidad esa restauración del amor a los judíos. Pero España también se había adelantado. En 1925, Alfonso XIII reconoció en los sefardíes como súbditos españoles de pleno derecho. Cuando en 1936 Beigbeder se hizo cargo de la Alta Comisaría en Tetuán, tenía como mano suya a Josef Toledano. Y en 1940, cuando estaban subiendo al cielo las llamas del peor antisemitismo, el CSIC creaba un Instituto, Sefarad, para defender el papel de la cultura judeo-española. El decreto de 1492 fue oficialmente anulado en 1973, siendo Antonio Oriol ministro de Justicia, porque había que borrar no sólo las disposiciones administrativas ya olvidadas, sino las palabras injustas que argumentaban aquella decisión. Entonces, y no ahora, en Granada.

Se hace difícil comprender cómo pudo cometerse el error. Un daño que se causaba a Israel, pero mucho mayor a España, a la que se privaba de una parte de su patrimonio. Y viene a la memoria el hecho de que los más antiguos versos que conservamos en lengua castellana salieron de la pluma de un judío ha-Levi que, huyendo de la persecución islámica, había entrado en las tierras cristianas. «Qand meu Cidiello venid, que bona albixara, como un rayo de sol exid en Xuadalaxara». Estamos en la raíz de la lengua española.

Tras el Concilio, se hicieron en España, desde 1965, esfuerzos para lograr una conversación entre judíos y cristianos. Aquí es donde sor Ionel Mihailovichi, monja de origen judío albanés, y don Vicente Serrano, lograron dar un giro radical. Se estaba entrando en los caminos del amor, que debía sustituir a los recelos y al odio. En aquellos momentos todavía no se habían establecido relaciones diplomáticas con Israel, pero aquel pequeño puente, contando con el apoyo directo de todos los obispos, marcaba claramente el camino a seguir. Es el que ahora la CAM ha escogido.

Muy importante resulta destacar la esencia del patrimonio heredado del sefardismo. Las leyes de Dios no son un simple mandato, sino una revelación acerca del orden que debe reinar en la sociedad y que cuando se altera se pagan las consecuencias. De ella forman parte los derechos naturales humanos, que los maestros de Salamanca prefirieron llamar derechos de gentes. La experiencia de nuestros días es a este respecto muy clara. Conculcamos el orden moral y pagamos la consecuencias. Por eso el acercamiento a Sefarad reviste extraordinaria importancia; tenemos que reinsertarla en nuestra vida universitaria. Como ya los hebraístas de la década de los 40 nos recomendaran.