Ángela Vallvey

Serio

A menudo, en un mundo que se toma tan en serio a sí mismo que se ahoga en su pura «mismidad», se utiliza la acusación de «frivolidad» esgrimida casi como delito de lesa nadería. Ser divertido no resulta adecuado en un universo donde la solemnidad se ha convertido en gendarme de lo socialmente correcto y arrea porrazos correctivos a todo lo que se mueva sin obedecer al principio de esa gravedad, revestida de una seriedad cómica que sólo el ocurrente es capaz de percibir, pero que resulta invisible para el serio y preocupado ciudadano tipo, ese que sobrevive en una sociedad que se lo toma todo muy a pecho (en la que todo importa en exceso menos, curiosamente, el propio ciudadano). En general, confundimos lo frívolo con lo vacío, con lo inane. Pero hace falta valor para atreverse a ser tomado como trivial, como diría Chesterton. Ser solemne es lo más fácil del mundo. Ser socarrón requiere algo más de finura. El humor no está al alcance de cualquiera. La España del Lazarillo ha sido uno de esos países crueles, incorrectos, que se complacía en burlarse de la debilidad. Todo el que fuese diferente se convertía en sujeto de escarnio, chanza cruel y candonga de mal gusto. Hace unas décadas se fue dando, poco a poco, un giro en la mentalidad colectiva que ha terminado por inclinar la balanza de lo correcto hasta un punto absurdo en el que cualquier cosa (trivial, baladí incluso) se convierte en esencial y trascendente en el altar cuasi religioso de la gravedad contemporánea. La severidad otorgada a la chorrada epistémica nos gobierna con mano de hierro. Hasta si uno estornuda públicamente corre el riesgo de ser ejecutado. Metafóricamente, pero muy en serio. Cuando, en la vida, pocas cosas son importantes de verdad.