Reyes Monforte
Siete años
Siete años. Parece una condena, pero más bien es una sentencia infame a unos padres y a la memoria de su hija. En siete años hemos tenido videntes, recompensas de miles de euros, test de la verdad, hallazgos de huesos, falsas pistas en ríos y vertederos, confidentes, órdenes de alejamiento, exclusivas televisivas, la inclusión de la prisión permanente revisable en el Código Penal, 1,4 millones de firmas pidiendo que se repita el juicio... Ha aparecido de todo, menos el cuerpo de Marta del Castillo, y no se entiende. El Estado, la Policía y Hacienda te localizan en dos segundos para hacerte llegar una notificación, ponerle una sanción a un grupo de jubilados por jugar al bingo o reclamarle a una viuda o a un huérfano una deuda días después del fallecimiento de su ser querido. Pero encontrar los restos de Marta es misión imposible.
Después de siete años queda la ausencia, la mirada perdida de los padres y una sensación de tiempo detenido, embalsamado, guardado en un espacio que huele a cerrado, ese olor penetrante de las cosas viejas, abandonadas y descuidadamente olvidadas. La esperanza se escapa, las fuerzas flaquean y lo más injusto es que el interés mediático y social corre el riesgo de amainar. Después de siete años, también quedan preguntas: ¿No van a encontrar nunca el cuerpo de Marta? ¿Habrían pasado siete años si Marta hubiera sido la hija del juez, de un comisario de Policía o del político que se niega legislar en caliente una nueva ley del menor? ¿no hay nadie que les saque a cuatro niñatos de mierda dónde está el cuerpo? ¿Se hará finalmente justicia? Me temo unanimidad en las respuestas.
Algunos olvidan que quizá no todos seamos Marta, pero podemos serlo en cualquier momento. Basta con cruzarse con un indeseable y mudar en la piel de víctima. Cuesta mantener el caso vivo porque a Marta no la dejan ni morir ni descansar en paz. No la dejemos morir por segunda vez. Decía el neurólogo Viktor Frankl que el hombre que se levanta es aún más fuerte que el que no ha caído, y de caídas saben mucho Antonio y Eva. Pero tampoco los empujemos.
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