Manuel Calderón

Sin denominación de origen

Nunca me he aclarado con la diferencia entre emigrante e inmigrante. A bote pronto, quiero decir. Unos vienen y otros van. ¿Es eso? Pero hay un momento en que no se es nada, justo cuando se está cruzando la frontera o tu casa está en el camión de la mudanza y no estás en ningún lugar exacto, paraíso de apátridas. Entonces eres un hombre de frontera. Eso debe ser un honor, lo mejor que le podría pasar a la gruta nacionalista. Un emigrante es siempre un inmigrante, de la misma manera que el que viene, va. Depende del punto de vista. De eso se trata: de la perspectiva, como exigía Anton Ego, el crítico gastronómico de «Ratatouille». Leo estos días las biografías de dos españoles de origen que han llegado a lo más alto de la política francesa: Anne Hidalgo, alcaldesa de París (nacida en Cádiz) y Manuel Valls, primer ministro de la República Francesa (nacido en Barcelona). Por circunstancias diversas, ambos llegaron a Francia: ella, porque sus padres inmigraron en busca de trabajo; él, porque su padre, pintor, siguió el camino de tantos artistas que se instalaron en París. Siento admiración por esa capacidad de asimilación que Francia tiene para otorgar la ciudadanía a quien llame a su puerta dispuesto a ponerse a la cola. Hidalgo no es ni siquiera una excepción: su predecesor, Bertrand Delanoë, de origen judío, nació en Túnez, un «pied noir». Valls nació en un mes de agosto en Barcelona porque así quiso emplear su padre el veraneo, pero le pone nervioso que le pregunten sobre Cataluña y su voluntad irrefrenable de levantar su frontera de adelfas venenosas. A Hidalgo, los periodistas nacionales más comprometidos con la sensiblería dicen que su familia se fue a Francia «huyendo del hambre» (ya ni pobres pero dignos), porque de otra manera no bordan la crónica: eso sólo lo puede decir un castizo. Es decir, para salir corriendo.