Alfredo Semprún
Siria: todavía no hemos visto una sola prueba...
Cuando Sadam Husein gaseaba iraníes y kurdos con el conocimiento, si no el beneplácito, de Washington, recuerdo que un compañero de la facultad había encontrado trabajo como colaborador del departamento de Prensa de la Embajada de Teherán en Madrid. Un curro «exótico», pero pleno de dificultades. Como si te contratan para promocionar la ternera irlandesa en plena crisis de las «vacas locas».
El caso es que un día me enseñó unas fotos de carcasas de bombas recogidas en uno de los campos de batalla. El asunto tenía, periodísticamente hablando, doble interés. Por una parte, se trataba de depósitos lanzables de aviación de uso variable fabricados por una empresa española, con su número de serie y tal; y por otra, era un indicio del uso de armas químicas por parte de Irak.
Un experto me explicó que el depósito en cuestión solía usarse como dispersador de humo, para cubrir el avance de tropas propias u ocultar blancos a los artilleros enemigos, pero que con unas ligeras modificaciones se podía emplear para dispersar otro tipo de gases.
Lo normal, al no contener explosivos, es que quedaran en bastante buen estado después de su uso. Lo de que fueran de fabricación española era, a su juicio, lo de menos. España llevaba años vendiendo enormes cantidades de proyectiles de artillería y de aviación a los iraquíes.
Los de 155 milímetros de calibre eran de lo más apreciado. Publicamos las fotos en un reportaje, pero los iraníes gaseados no parecían gozar de buena prensa. Entonces estaba Jomeini en plena forma y, al fin y al cabo, Sadam era uno de los nuestros. Años después, cuando el terremoto que destruyó Ban, compartimos unas brochetas de cordero, regadas con cerveza sin alcohol, con uno de aquellos soldados iraníes que habían soportado los ataques con bombas químicas y su relato del horror, de la falta de medios para protegerse, de la brutalidad de todo aquello, nos dejó tocados.
Todo había pasado en nuestro tiempo, sin, en definitiva, prestarle demasiada atención. Me vienen estos recuerdos porque llevamos semanas escuchando a los portavoces occidentales proclamando que las pruebas del uso de armas químicas por parte de Asad son concluyentes, pero por más que se insiste en sus informes, en sus comunicados, en sus declaraciones y en el contenido de sus filtraciones a los distintos medios de comunicación no aparece una sola prueba clara que sostenga la acusación. Si el bombardeo fue llevado a cabo por medio de artillería y de lanzacohetes, si fue de tal virulencia y extensión como se asegura, es muy extraño que no hayan sido capaces de mostrar una carcasa que hubiera contenido el gas, más aún si tenemos en cuenta que la zona atacada está todavía en manos de los rebeldes.
Tampoco tiene lógica la táctica usada en el ataque, ni el momento político elegido, a menos que el régimen de Asad pretendiera, simplemente, suicidarse. Hay, además, un inquietante paralelo con el asunto de Libia: también se intervino cuando los de Gadafi tenían toda la pinta de ir ganando.Dado que la «operación de castigo» va a suponer la muerte de muchos sirios y la destrucción de lo que queda en pie del país, lo menos que se puede pedir es que enseñen una prueba, por mínima que sea. A estas alturas, creer bajo palabra resulta ingenuo.
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