José Luis Alvite
Soledad con moscas
Se habla de la soledad del escritor como algo horrible que se supone que conduce a alguna clase de trastorno emocional. Yo no insistiría mucho en eso porque la soledad del escritor es voluntaria y no está uno obligado a ella. Tiene desde luego poco que ver con la soledad mineral del anciano que vive aislado en la gran ciudad y a veces sólo se sabe de él por las moscas que entran y salen por debajo de su puerta y porque con el calor baja las escaleras hasta el portal un olor que recuerda el de la lonja del pescado cuando en agosto lleva cinco días sin fregar. Conocí a una anciana que dormía con la puerta de su casa abierta con la esperanza de que alguien entrase a robar y le diese algo de conversación antes de estrangularla. Pensando en que mi mala vida me convirtiese en un paria, hace años le sugerí a los míos que para se sintiesen arropados en mi entierro, no dudasen en sortear mi coche en la puerta del cementerio. Poco antes de morir, un veterano delincuente compostelano me confesó que a veces atracaba a cualquier persona sólo para saber lo que sentía un hombre al estar acompañado por alguien que no le esposase las manos a la espalda. Poco tiene que ver con esas soledades la soledad del escritor, que suele ser un tipo que disfruta con el silencio casi monacal en el que aguarda la llegada de la inspiración y nadie le impide desistir del esfuerzo, levantar el teléfono y quedar a tomar café con alguien. Distinto es que se hable de la soledad emocional que acarrea el fracaso reiterativo al escribir. Sobreviene entonces el momento terrible de la soledad interior, ese instante angustioso en el que uno se da cuenta de que su vida sólo tendrá sentido en el momento en el que sean las de su cadáver las moscas que cuenten su muerte en el portal.
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