María José Navarro

Sopor

La Razón
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Como no nos salga la cosa, por lo visto hay que volver a votar y tengo las mismas ganas de votar que de cavar viñas a mediodía en Utrera un mes de agosto. Fue escuchar lo de las seis condiciones y se me vino un bostezo que aún me dura: en cualquier momento me doy la vuelta como los calcetines. Como no nos salga la cosa, en pleno día de Navidad habrá que ir a votar, que es ya para darse de chocazos contra las columnas del parking. Pero, queridos amigos, es que lo que nos viene por delante es una votación detrás de otra, porque ni más ni menos se nos echan encima las presidenciales en los Estados Unidos. Esto de las elecciones americanas siempre me deja así como inquieta, tanto bombo para elegir a un señor (o señora) que, en realidad, decide más bien poco o lo poco que le dejan la Cámara de Representantes y el Senado, y que, en el fondo, es más Gisele Bundchen que otra cosa. Una se pone en los zapatos de Obama y le entran ganas de decirle cuantísimo siente que haya pasado por semejante trance. Una piensa en ese último momento del día en el que Obama se va a la cama, con pijama de burritos demócratas y vaso de agua en la mesilla, y tiene que pasar revista mental a lo que tiene que sonreír a todo el mundo y en la cantidad de asesores que le dicen que el café lo tome con soja y que no moje los churros, que es muy republicano. Y que lleve a su mujer de la mano pero con el paso ligeramente adelantado y que coja con la diestra un bolígrafo y con la izquierda peine a un niño rubio. Y se imagina una la escena y le dan las siete cosas: si después de seis meses sonriendo aunque haya perdido tu equipo o te hayas dado con el dedo chico del pie con la pata de la cama ganas, resulta que tienes que pasarte el día decidiendo si recibes al embajador de Kuwait o si vas a ver a los productores de soja o a los líderes del gremio de cerrajeros. O si activas el plan de emergencia o si movilizas a la VI Flota, que es una flota muy socorrida cuando hay que movilizar algo. Las cosas de las que hay que hablar para no hablar de lo nuestro. Qué aburrimiento.